viernes, 3 de mayo de 2013

Litoral parte IV

A la mañana siguiente salí de ese pueblo que me retuvo de tan extraña manera para encontrarme con una ruta en pésimo estado perdida en la selva, la ruta 20. Tenía que manejar con mucho cuidado, ya que después de varias de sus tantas curvas, subidas y bajadas se escondían pozos tremendos que amenazaban con poner fin a mi viaje, si no a mi vida. Eso no fue un problema, el problema fue el camión de aquel día. Yo tengo buena onda con los camioneros, generalmente manejan códigos basados en el respeto y la precaución, pero como siempre, hay excepciones. Después de una curva pronunciada, lo vi. Un camión viejo en esa ruta perdida, éramos nosotros dos en kilómetros a la redonda, de a poco me le fui acercando. Siendo que yo venía más rápido, intenté pasarlo en las pocas rectas que encontré, pero no me dejaba. Cada vez que me cruzaba al carril contrario y me ponía a la par suya, subía la marcha sin importarle la suerte de la pequeña moto junto al monstruo.

Vista desde la ruta a Andresito
En una recta un poco más larga me volví a mandar decidido, acelerábamos los dos al taco ya que nuestras velocidades finales eran casi iguales, y el guacho por algún motivo no quería que lo pase. Aunque íbamos a las chapas, lo fui pasando lentamente hasta que me le puse adelante, y ahí vino lo peor: se me pegó. Venía detrás mío pisándome los talones. Veía semejante masa metálica por los retrovisores como una bestia con dientes de hierro intentando alcanzarme. Ahí fue donde tuve que decidir: el orgullo o la inteligencia. Ganó la inteligencia, claro. Paré a un costado del camino y lo dejé alejarse. Después de unos 15 minutos escuchando los innumerables sonidos de la selva, volví a la ruta y a disfrutar del viaje. 
Al empalmar con la ruta 17 doblé hacia Bernardo de Irigoyen y todo cambió. El camino estaba ahora en buen estado y bien señalizado, cruzando pueblos y campos sembrados. Por Bernardo de Irigoyen apenas si pasé, ya que los planes habían cambiado: quería llegar a Comandante Andresito, el córner de la Argentina, el punto más al noreste de Misiones, exactamente del otro lado de las Cataratas del Parque Nacional Iguazú. La ruta 101 me pareció muy hermosa, surcada por longevas araucarias gigantes.
Una vez llegado a Andresito, me enteré de unas cabañas construidas en la selva por la JICA (agencia internacional de cooperación de Japón), me pareció interesante y me fui a dar una vuelta, ¡suerte! Las cabañas (que eran en realidad carpas grandes) estaban construidas en una reserva de manera de modificar el entorno lo menos posible: en el aire. Estaban desperdigadas en la espesura, construidas a un metro de altura, y comunicadas entre ellas y con los baños por pasarelas también en altura. La reserva era uno de los últimos reductos en estado natural de la zona, con árboles colosales y ¡¡¡helechos de hasta 8 metros!!! Tenía senderos para perderse entre estas majestuosidades, pero estaba tristemente rodeada por campos de yerba mate y té hasta el horizonte, eran las últimas hectáreas de la zona que aún se conservaba tal cual estuvo desde hace milenios. Mientras desarmaba mis alforjas dentro de esta carpa sentí pasos en la hojarasca justo debajo, salí y me asomé. ¡Había una mulita caminando abajo mío como si nada! Qué bicho más simpático.

Entrada a la carpa/cabaña
Mi carpa/cabaña
Arboles colosales a mis alrededores
¡Helechos de 8 metros!
De raje me fui a ver el atardecer a un meandro súper pronunciado del Río Iguazú, uno que hasta se ve en el mapa bien puntiagudo, con una lengua de tierra brasilera penetrando nuestro territorio al lado de otra argentina que los penetra a ellos. Un vamo y vamo. Ahí mandé la foto panorámica pegando 5 fotos para que entre todo ese magnífico paisaje. A la vuelta, ya de noche por esos caminos húmedos de tierra roja entre las matas, pasé por una planta procesadora de mate que me envolvió en un aroma delicioso a yerba calientita!

La panorámica, en el mapa se ve
Siendo que ya estaba a sólo 50km del punto final de mi viaje, me tomé el día siguiente para descansar. Después de haber recorrido todos los senderos que encontré, alquilé un kayak y remonté parte del río Iguazú en compañía de Marito, un personaje de esos pagos que me pasó a buscar con una Chevro modelo 60 cargada con los kayaks. Remando nos acercamos a la costa brasilera la cual es reserva virgen, vi tucanes, monos y pájaros varios. Y unos jejenes a prueba de off que ni te cuento. En una nos metimos entre unas islitas y bajamos en unos bancos de arena semisumergidos. Caminábamos con el agua por las rodillas admirando la belleza aparentemente intacta que nos rodeaba. Al pasar junto a un pequeño sector de arena que sobresalía fuera del agua, Marito señaló unas marcas semicirculares.
- Son las huellas de un cocodrilo que estuvo tomando sol - dijo con total naturalidad. Y yo, que tenía las piernas bajo el agua, sentí cómo se me erizaba el escroto.

Con la caripela rodeada de jejenes junto a la costa brasilera
Esperando no me cache el yacaré
Llegué de vuelta a la carpa de noche y me fui a dormir, ya que al día siguiente daba el paso final: atravesar de punta a punta el Parque Nacional Iguazú por dentro para llegar, el día de mi cumpleaños, a las Cataratas. Esa madrugada me desperté para ir al baño. Con la linterna caminé por la pasarela sintiéndome rodeado de vida por donde quiera que mirara, eran tantas las especies que me rodeaban, tanto vegetales como animales, que semejante explosión de vida rozaba lo agresivo. Al volver a la carpa sentí ruidos, alguien estaba caminando muy cerca, alumbré con la linterna y a dos metros mío había una comadreja inmensa en la oscuridad de la espesura, que en vez de huir volteó y me miró a los ojos. Nunca, jamás olvidaré esa mirada ni lo que me hizo sentir. En la mirada de esa comadreja sentí el reproche de cada ser vivo de esa reserva por la matanza, la masacre que mi raza había cometido contra esas tierras dejándoles apenas esas pocas hectáreas vírgenes para arreglarse, y sentí culpa de caminar sobre dos patas y de andar vestido.

Estudiando en el mapa el paso final
Al día siguiente desperté con todas las pilas. Primero que nada tuve que hacer un trámite ridículo: ir a la comisaría de Andresito para justificar porqué no votaba para algo tan al pedo como un presidente. Con la moto cargada estacioné frente a la misma y esperé una media hora por un papelito. De ahí, seguí las indicaciones que me habían dado para encontrar la entrada al parque nacional. Tenía cierta intriga acerca de cómo sería ese camino, ya que sabía que era de tierra. Por fortuna, era tierra firme y sólida, sin piedras sueltas, así que podía manejar tranquilo y a una velocidad agradable bajo el sol abrasador. Eso sí, cuando llueve se debe volver un barrial intransitable.

Entrada al Parque Nacional desde el este
Para mi inmensa sorpresa, durante los 50km que atravesé el corazón del parque Nacional Iguazú el día de mi cumpleaños fui guiado por millones de mariposas amarillas que volaban en la misma dirección que yo, fue mágico. Hice una parada a mitad de camino en medio de la selva a descansar y tomar agua, pensando en cuántos yaguares me estarían olfateando...

Parada a descansar en el corazón del Parque Nacional Iguazú
Al llegar al asfalto pocos kilómetros antes de las cataratas las mariposas desaparecieron, y en vez de encarar para Iguazú a dejar mi gran cantidad de equipaje, encaré directo para las cataratas, ¡quería la frutilla de mi postre! Dejé la moto en el estacionamiento con todo el equipaje puesto, no me importó nada. Después de tres semanas de caravana sólo quería llegar a la Garganta del Diablo. Me tomé el trensito y bajé en la estación de la Garganta. Primero pasé por un kioskito ya que no había almorzado, me vendieron un sanguchito por un precio que acá me alcanzaba para comprar 6 ó 7, pero el hambre era tanto que le entré, me clavé una birra refrescante y encaré para las pasarelas que llevan a la susodicha garganta. La pasarela está armada sobre el río y tiene más de un kilómetro de longitud, así que esa caminata se me hizo interminable. Mi ansiedad por llegar a las cataratas era mucha, y los mensajitos de felicitación por mi cumple irónicamente me caían todos juntos sin dejarme disfrutar plenamente de la realidad que me rodeaba, hasta que finalmente llegué.
Difícil expresar con estas teclitas lo intenso que fue ese momento. Frente al inmenso caudal de agua  que caía con estruendo y majestuosamente frente a mí, con sus arcoiris que desaparecían en la nube sin fondo debajo mío y los vientos que me salpicaban la cara, se me hizo un nudo en la garganta y casi se me pianta un lagrimón. ¡Había llegado!






Al día siguiente volví a las cataratas obviamente desde temprano a recorrerlas hasta el atardecer. No era mi primer, había hecho un viaje con gente de la universidad de Mar del Plata 15 años atrás. Eran de la facultad de económicas y de inglés, y un colgado de letras (yo). Tanto no me acuerdo de aquel viaje, eran otras épocas y los recuerdos quedaron empañados en alcohol. El último día lo habíamos tenido libre. Algunos se quedaron en el hotel de Foz do Iguaçu a hacer un asado, otros se fueron a nosédónde, y yo quise volver a las cataratas del lado argentino, desde adentro. Así que me levanté temprano y me fui solito a cruzar la frontera. Cuando habíamos ido en grupo días atrás, en la isla San Martín que está en el medio de las cataratas había visto una ventana gigante en la piedra, al otro lado del río, y me había quedado la idea fija de cruzarlo (pese al cartelito con un dibujito de una víbora). Entonces, crucé la frontera, entré al parque, llegué hasta el muelle, me tomé el barquito que me dejó en la isla, subí los cientos de escalones, pegué la vuelta, y ahí la tenía. Frente a mí, la ventana en la piedra, sólo tenía que cruzar el río saltando las piedras sin mirar el cartel de la viborita. En ese tipo de escenarios admito que un poco me transformo, y a veces, como esa, puedo perder el control. Venía a los saltos sin demasiado cuidado creyéndome Tarzán hasta que me patiné y me fui de rodilla contra una piedra. El golpe fue tan fuerte que me inmovilizó unos minutos, quedé con el agua por la cintura aferrándome para que no me lleve la correntada hacia el salto San Martín, el mismo de la película "La Misión", por el que tiraban a los curas crucificados, ¿se imaginan? Qué bizarro... Me até la rodilla con una media y seguí. Llegué finalmente a la ventana y me senté. Frente a mí se abría un paisaje paradisíaco: piletones encerrados por las cascadas, totalmente agreste. En uno de ellos había una pareja... Sanamente los envidié, y me propuse a mí mismo volver alguna vez en mi vida con una chica, ¡hasta se me ocurrió la idea de que sería el lugar perfecto para procrear! Llegué al hotel al anochecer rengueando con una media atada en la rodilla, los pibes estaban justo en la puente y se cagaban de risa, todavía tengo las cicatrices. Pero 15 años después, el río estaba muy crecido y el barquito no llegaba a la isla, ¡habrá que volver!
Si bien me quedaban 5 días libres los cuales pensaba quedarme descansando en Iguazú, mi culo inquieto pedía más (espero no se malentienda). Mandé la moto en un camión a Buenos Aires y me tomé el micro. De vuelta en mi ciudad, tomé un taxi hasta el galpón en el que me entregarían la moto. Arriba de ese taxi la radio sintonizó la FM Tango, y siendo que hacía casi un mes que no bailaba ni escuchaba tango, cuando sonó "Tristeza marina" por Di Sarli-Rufino me invadió una súbita emoción y, de nuevo, casi se me pianta el lagrimón. (Escucharlo acá ) Durante las tres semanas de caravana por el litoral ni me había acordado del tango, pero arriba de ese taxi extrañé bailar con locura.
Pero no había tiempo para eso, el tango debería de esperarme todavía unos días más. Me entregaron la moto llena de tierra colorada, y así como la recibí manejé hasta Constitución donde la despaché en el furgón a Mar del Plata y me tomé el tren: mis últimos días libres los pensaba pasar junto a los míos.

¡La Morocha en los Acantilados!
Apenas llegado a Mar del Plata recibí la moto y, en vez de entrar a la ciudad, salí a la ruta 226 rumbo a la reserva de la Laguna de Los Padres donde acampé una noche en ese lugar tan especial para mí desde hace tantos años, donde tantas cosas he vivido. Al día siguiente ya estaba listo para entrar a la civilización. A manera de recompensa por tanto esfuerzo paré en la suite de lujo del Sheraton con vista al mar, ¡qué contraste! ¿Se imaginan la Morocha con una roña tremenda y llena de tierra roja en la dársena de ese hotel entre autos importados carísimos? ¡Muy bueno! De la lujosa habitación que me tocó me fui al anochecer al típico asadito y fogón con los amigos en el bosque de Playa de Los Lobos, el ansiado reencuentro para el que tantas anécdotas venía guardando. ¿Y me imaginan de vuelta en el Sheraton entrando al ascensor de madrugada junto a una pareja "paqueta" con una baranda a humo bárbara? ¡Jajaa! ¡Tremendo!

La Morocha en la dársena del Sheraton

Relax en la suite de lujo
Preparándome para volver a Bs As
Si bien las comodidades de este alojamiento eran cómodas, durante el desayuno no me sentí tan a gusto. El restaurant estaba lleno, era domingo de un fin de semana largo. Me pareció como que la gente no se relajaba. Yo no tengo nada en contra de ninguna persona por su posición social en sí, pero daba la impresión de que nadie disfrutaba realmente su desayuno, ¡con la variedad de cosas ricas que había! Era como que todos estaban de alguna manera prestando demasiada atención a los desconocidos de las otras mesas (pero sin mirarlos), actuando para dar la mejor impresión posible, o hasta compitiendo. Al menos esa fue la impresión que me dio a mí, la de un ambiente para nada distendido, que es lo que uno esperaría de un lugar donde la gente está de vacaciones.

Sin imaginar las horas de ruta que me esperaban...

En la dársena volví a amarrar todo mi equipaje sobre la Morocha, y salí sin imaginar que tenía por delante la jornada más larga de todo el viaje, ya que había caravana de autos por el feriado largo: ¡¡¡tardé nueve horas y media en llegar a Buenos Aires!!!!! Llegué sin sentir las manos, pero llegué feliz. Había completado con éxito el plan de mi primer viaje en moto, había recorrido una región pendiente de la Argentina, y tenía la plena convicción de que era recién el comienzo.
Ya nada podría pararme...

¡Misión cumplida!

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