Qué lujo che, solos en el camping de Tapalqué |
Al tomar por unos breves 6 kilómetros la ruta 226 sentí nostalgia al imaginar los lugares que quedaban a mis espaldas y que tanto espacio ocupan en mis memorias, en mi cariño. Me refiero a La Brava, Sierra de los Difuntos, Laguna de los Padres y Mar del Plata. La ruta 51 ya fue menos transitada. Llegué a Tapalqué pasado el mediodía.
Tapalqué es un pueblo muy tranquilo, el cual cuenta con semáforo sólo en una esquina. Di varias vueltas hasta dar con el camping, cruzando un arroyo. La verdad que es uno de los campings más lindos que he visitado, aunque no me lo quiero imaginar un fin de semana largo. Muy amplio, muchos árboles, muchas parrillas (¡¡parrillas!!), y un arroyo ancho que en una parte forma un piletón para bañarse. Como siempre, éramos los únicos, no encontramos ni siquiera a un cuidador. Las instalaciones estaban cerradas con llave, las cinco canillas para lavar la ropa abiertas a todo lo que da. Las cerré y di una vuelta caminando buscando a quién pagarle, pero no lo encontré. Vacilé unos minutos decidiendo qué hacer, la costumbre de vivir entre tanta gente lo hace a uno desconfiado, acampar en un lugar abierto y a la vista (porque del otro lado del arroyo estaba el pueblo) sabiendo que me iba a ausentar toda la tarde era atentar contra las vocesitas impuestas por nuestra educación que no paran de advertirnos sobre los posibles peligros que nos rodean.
Camping de Tapalqué |
Como dije, el lugar era hermoso, lleno de árboles coloreados por las pinceladas del otoño resplandeciendo con el sol del atardecer alrededor de la carpa, que quedó sola cuando partimos en busca de un pequeño puntito en el mapa llamado Campodónico. Ibamos en busca de la Pulpería Don Gervasio, que databa de 1850 y estaba viva desde entonces. Según el mapa, había que hacer 2km por la ruta y tomar un camino de tierra a la derecha unos 25km. Nunca encontré un cartel, tuve que imaginar cuál de las calles de tierra que aparecieron a mi derecha era la que me abriría las puertas del siglo XIX. Por suerte imaginé bien. El camino másomenos, no estaba tan mal pero igual debía manejar con cuidado, mirando el piso para no patinar con pedrergullos o arenales. Avanzaba máximo a 40km/h. No es lo mismo hacer ruta de asfalto que de tierra. La primer diferencia es la velocidad y la comodidad en el manejo. En el asfalto se puede ir mucho más rápido y sin mirar constantemente dónde mete uno la rueda delantera, pero el camino de tierra tiene a su vez un punto a favor: uno está dentro del paisaje que lo rodea, y no encerrado en la burbuja asfáltica. Los campos infinitos bailando con la brisa de la tarde me saludaban de cerca, el aire olía distinto, escuchaba los pájaros.
Se me hizo un poco largo la verdad, no tomé el tiempo pero tardamos en llegar. Cuando según el cuentakilómetros ya estábamos llegando, ¡¡me topé con una tropilla de vacas!! Una cosa es ver las lindas vaquitas del otro lado del alambrado, otra bien distinta es ver unos 50 de estos musculosos rumiantes venir de frente ocupando todo el camino por el que uno piensa avanzar sin la protección de puertas ni ventanas. Me tiré contra el costado del camino bajando la velocidad hasta que finalmente tuve que parar al verme inmerso entre tanto animal suelto, a los que tres jinetes y dos perros trataban de encauzar ya que varios amagaron con recular ante el encuentro con la Morocha. Con un par nos cruzamos miradas de soslayo, tanto en los ojos de ellas como en los míos resaltaba la desconfianza.
Una vez atravesada la cortina de músculos descontrolados, volvió la paz y seguí avanzando. Según el cuentakilómetros y mis cálculos, ya debía estar en Campodónico, pero no había ningún pueblo a la vista. Sólo un casco de estancia y una escuela. Seguí unos kilómetros más pero decidí regresar al ver que no llegaba a ningún lado, el paisaje era el mismo, lo único que variaba era la sensación del tiempo y la cantidad de nafta. Enfrente del casco de estancia nacían dos caminos de tierra natural. Recorrí un par de kilómetros cada uno pero tampoco encontré más que planeta felizmente alfombrado. Para colmo, no había un alma, y llegué a arrepentirme de no preguntarle a los reseros, pero en ese momento no había pensado en la pulpería sino en no terminar abajo de las pezuñas.
Al final resultó que la pulpería estaba en el lugar en el que me había topado con la tropilla de vacas. Claro, bajo la tensión de ese momento no había reparado en que le estaba pasando por al lado. Y Campodónico no era un pueblo como imaginaba, sino apenas un casco de estancia, una escuela, la pulpería y una casa.
La Pulpería Don Gervasio funciona desde 1850. Se mantiene tal como entonces, la misma estructura antigua, barrotes en el mostrador al mejor estilo Molina Campos que protegían al pulpero de algún buscaroña pasado de copas, los estantes llenos de mercadería a la vista como todo almacén de ramos generales, las paredes mostrando con orgullo su longevidad y su historia. Los dos pulperos que la atienden, dos hermanos de unos 70 años, están desde que tienen 15 años. Me imagino al lugar en otros tiempos, perdido en medio de los campos despoblados, pero sobre un camino de carretas que comunicaba algunos de los pocos pueblos de esas lejanas épocas. Lo visitaban gauchos y peones que generalmente intercambiaban materias primas del campo por alcohol y tabaco. Payadas, tragos y juegos de taba se daban cita en aquella sobreviviente isla atemporal.
Llegamos y desensillamos (perdón, nos bajamos de la moto). La puerta estaba abierta, y por el sol de la tarde el interior se veía negro de oscuridad. Nos acercamos, y atravesar el umbral fue un salto al pasado. Rápidamente me acostumbré a la diferencia de luz. Había tanto para ver que los ojos se mareaban. En el ambiente de ese lugar perduraba el aliento de algún gaucho matrero que lo habrá visitado para apurarse una grapa. Los dos pulperos nos miraban con la típica serenidad de la gente sin el cemento pegado a la piel, a las ideas. Los saludé y me acerqué al mostrador para conversar acerca del lugar, su historia, su forma de vivir. Se me ocurrió que sería el mejor lugar para comprar un buen queso. Al consultarle fue cuando el pulpero tuvo una de las mejores ideas que nadie tuvo en todo el universo: sacarnos una mesita afuera, junto a la entrada, con vista al sol poniéndose sobre el mar de los campos, sirviéndonos una picadita con unos gancias. Fue una de las mejores tardes de mi vida. Después del cansancio de todo el día de manejo, de la velocidad, las vibraciones, nafta explotando ininterrumpidamente, autos de frente, vientos de costado, el casco y las gafas presionando mi cráneo, sentarme en aquel lugar tan particular a disfrutar de semejante vista con el queso Gouda más rico y los Gancias más frescos que probé (porque nos terminamos bajando la botella) fue la auténtica felicidad de reencontrarme conmigo mismo en un lugar y en un momento de mi vida.
Después de un buen rato a puro disfrute y placer, llegó una 4x4 de una estancia que hacía turismo rural con algunos norteamericanos. Imagino que es la manera en la que ahora subsiste la pulpería principalmente: del turismo. Se armaron una mesa adentro, se tomaron una cerveza sin parar de hablar en inglés chicloso, y se fueron. Nosotros seguíamos en paz con nuestro Gancia. Ahí fue cuando nos miramos y dijimos: "llegó el momento". No nos teníamos que olvidar que teníamos que hacer las fotos, alguien tenía que ir a hablar con el pulpero, y ese alguien tenía que ser yo. Con el pedo que tenía a esas alturas, me paré y respiré hondo concentrándome en que no me patine la lengua, y entré. Le expliqué que viajábamos con un proyecto fotográfico, que ella era bailarina, que íbamos a hacer una muestra en Buenos Aires y que sería un honor para nosotros hacer una toma en su pulpería. Asintió sin problemas, dejarse sacar fotos es parte de su trabajo. Incluso ofrecieron la casa contigua para que la modelo se cambiara la ropa. Mientras tanto yo fui armando el equipo.
Cuando la bailarina estaba ya preparada y entramos, los dos pulperos se quedaron duros. Supongo habrá sido la primera vez en su vida que ven a una bailarina con tutú. Si bien lo disimulaban bien, se notaba que estaban muy asombrados. Uno de ellos se fue, y el otro se tuvo que quedar. "Corte el queso, por favor", le pedí, y salió la foto. Obviamente, ese gran pedazo de queso lo llevé y me duró casi todo el viaje. Conociendo el estilo tranquilo de vida que se lleva en Campodónico en que casi nunca pasa nada, la tarde de la bailarina y el fotógrafo medio mamados debe de haberles quedado de anécdota para siempre. Fue un momento muy gracioso, tendría que volver a llevarles una copia impresa.
"Todo por un queso" |
Entrando al pueblo encaré directo para una carnicería. Era el tercer día de viaje y aún no me había mandado ningún asado, ¡eso no podía ser! Compré un buen vacío, una selección de papas, morrón, cebolla y ajo también para la parrilla (el ajo a la parrilla es el placer de los dioses, los dientes se convierten en bombones que acompañan cada bocado de carne) y un tinto espumante. Llegué al camping de noche, para comprobar que la carpa seguía sola e intacta. Comencé a juntar palitos para el fuego y se acercó un auto. Era el cuidador, un gordo personaje con un pedo bárbaro, con el que charlamos un buen rato, y que al final ni nos cobró. Nos iba a cobrar, pero como éramos los únicos y nos íbamos a la mañana siguiente, dijo "má sí...". El asado salió delicioso, el vinito espumante lo terminamos sentados en las raíces de un árbol que había en una islita del arroyo respirando la quietud de la noche. Como siempre, dormimos custodiados por varios perros alrededor de la carpa que ligaron las sobras de la carne, caricias y festejos.
Sabía que el día siguiente no iba a ser fácil. Iba a ser el viaje de ruta más largo que nunca había hecho, con destino a un pueblo fantasma.
CONTINUARA...
No hay comentarios:
Publicar un comentario