domingo, 17 de noviembre de 2013

Provincia de Buenos Aires parte VII

Como otras veces, me cuesta sentarme a escribir el último capítulo de cada saga. Algo similar al sentimiento de rechazo que a veces nos invade los últimos días de un viaje, el rechazo de reencontrarnos con un pasado ya lejano que nos caerá encima como un baldazo de agua al mostrarse agresivamente igual a como lo habíamos dejado. Ahí entra en juego nuestra astucia y nuestra voluntad de ir contagiando a nuestro entorno con el cambio que sí sucedió dentro nuestro. Así que ahí vamos, me largo a escribir el último capítulo de esta saga sin saber qué teclitas presionaré en el próximo capítulo, y a ver qué sapa.
Desperté rodeado de montañas a los pies del Cerro Ventana. Con tranquilidad desayuné disfrutando la protección que estos inmensos y longevos afloramientos supieron darme. Luego, siguiendo la rutina que ya me acompañaba, armé las alforjas y las amarré a la moto. Me despedí de los amigos de la noche anterior y partí dejando atrás las verrugas de la tierra rumbo al océano eterno, con la sensación de regresar al origen de las células que durante el transcurso de las eras se agruparon para formarme.

Misteriosa entrada del cementerio de Saldungaray, por Salamone
Pasé por Saldungaray en busca de otra de las monumentales obras de Salamone: el portal del cementerio. Después de varias vueltas y muchas cunetas por un pueblo pequeño y súper tranquilo, lo encontré. Tétrico y majestuoso al mismo tiempo, fiel a su incomparable estilo. Qué pena que a este tipo no le dieron laburo en la ciudad de Buenos Aires. Después de una breve parada para hacer la foto y llenar mis pulmones del aroma a rúcula que el pasto recién cortado emanaba, salí a la ruta rumbo al infinito y más allá.
Imaginaba el mar inmenso, inabarcable esperándome en algún lugar al final de mi jornada, y me sentí en una isla. ¡¿De dónde habrá salido tanta agua?! En forma de lomadas las montañas gradualmente iban desapareciendo, la ruta 72 fue fantástica, no había ni el loro. Ahora cuando empalmé con la ruta 3 volví al siglo 21 lleno de camiones cambalaches, pero ya a eso estaba acostumbrado. El pico máximo fue Tres Arroyos, el amontonamiento humano se advierte desde sus límites por la acumulación de gases de combustión del petróleo y máquinas, ¡qué bicho raro por dió!
De ahí me desvié por suerte por una ruta chiquita rumbo a Claromecó, mi destino final de ese día. Después de muchas horas de viaje avanzaba en soledad atravesando campos buscando indicios del océano vastísimo que estando tan cerca aún no podía verlo. Cuestión de ángulo nomás, si subía unos 20 metros verticalmente el espejo de agua encandilaría el horizonte.
Después de un día largo y cansador llegué finalmente a Claromecó, una pequeña ciudad balnearia fuera de temporada, donde predominaban las calles desiertas y las persianas bajas. Era la calma que antecede al huracán, ya que en pocos días se venía la semana santa, y ahí te quiero ver. Antes de buscar camping, me fui a buscar la playa. Derechito seguí y hasta llegar al mar no paré. Recién ahí mis pupilas se relajaron y respiré hondo: había llegado. Después de una vuelta bárbara por las tierras de la provincia, llegaba nuevamente al límite terrestre del continente que me sustenta. El incesante romper de las olas me regaló esa fabulosa sensación de eternidad que mi espíritu vive anhelando. Libre ya de tantos kilómetros por delante, comencé a buscar un camping donde dispersarme.
Guiado por las vagas referencias de dos señoras mayores fui bordeando la costa. Rápidamente terminó el asfalto y comenzó una mezcla de ripio y arena, que a medida que avanzaba era más arena que ripio. Luego dos chicos me señalaron algo parecido a un camino en dirección opuesta a la costa, y cuando me quise acordar estaba subiendo un médano. Obviamente, tuve que recular, con la moto excesivamente cargada hasta dar la vuelta me costó, la arena tenía charcos y había que gambetearlos. Una vez abajo del médano me interné por calles arenosas esquivando estanques, hasta que finalmente di con el camping.
El camping muy lindo, lleno de árboles, con parrillitas y, lo más importante, ni una carpa: todo para mí. Eso sí, muy caro, más del triple que el camping de Rauch, pero bué. Armé la carpa y antes de que cierre me fui a buscar una carnicería. Me mandé un tremendo asado, tiras con verduras a la parrilla acompañados de vino espumante, me fui a dormir refeliz. Al día siguiente planeaba levantarme muy temprano y agarrar los primeros rayos del sol para la siguiente sesión fotográfica. Me sorprendió al despertar el tremendo frío que hacía, ¡pero tremendo! Todo Claromecó estaba envuelto en una bruma espesa que calaba los huesos. Hasta la Morocha estaba llena de escarcha y me costó una barbaridad arrancarla. Me puse en vano toda la ropa de que disponía y calenté agua más de una vez. Apenas levantó la bruma, comenzó lentamente a subir la temperatura. Una vez listos, salimos en busca de la próxima locación: los médanos.
En esto Claromecó me defraudó. Yo esperaba encontrar médanos vírgenes, y no los encontré. Todos tenían vegetación. Y eso que me alejé todo lo que pude. Había un camino semiripio paralelo a la costa que en un momento desaparecía y se transformaba en arena. Intenté seguirlo por la arena mojada por ser más firme, pero comenzaron a aparecer pequeñas afloraciones de piedras y fue imposible seguir. Así y todo, más de una vez la rueda de atrás se encajó y tuve que bajarme para sacarla a mano. Igualmente, encontré algunos lugares para hacer unas buenas tomas.

Encajado en la arena, buscando sin éxito médanos vírgenes

Llegando el anochecer volví a la playa para ver la salida de la luna. Faltaba sólo una noche para la luna llena, ya tenía que ir aprovechando dicha ocasión. La danza de los púrpuras fue realmente una belleza, más fotos:


Autorretrato: lo que tuve que correr para hacer esta foto...
Anochecer mágico
Terminada la 2ª sesión del día, partí a toda velocidad rumbo a la carnicería, esa noche se venía otro asado. Esta vez fue pollo de campo con verduras, nuevamente me fui a dormir refeliz. Lo que más me gusta de todo, son los dientes de ajo a la parrilla. Quedan bombones, y acompañar cada bocado de carne con ellos es orgásmico.
El plan para el día siguiente era buscar un lugar donde hubieran médanos vírgenes para pasar la luna llena. Además iba a ser el último lugar antes de llegar a Mar del Plata, que si bien no era el final del viaje en sí, era volver al mundo conocido, de alguna manera la aventura sí terminaba allí. Se me ocurrió ir a Arenas Verdes, un lugar fascinante al que acostumbraba ir de camping muchos años atrás, cerca de Quequén, y que combina médanos, playa y bosques, pero los planes pueden cambiar...
Nuevamente desperté (esta vez sin bruma ni frío) a desayunar en un claro de sol entre los árboles del camping, preparándome para otro largo día de ruta. O al menos eso creía. Era un día de sol espectacular. Pasarlo todo el día manejando teniendo el mar tan cerca era casi un pecado, pero no poder concretar el último trabajo fotográfico, habiendo completado con éxito todos los anteriores, era una blasfemia.
Salí a la ruta con aire renovado. Después de haber pasado 2 días junto al mar, acampando solos en un bosque, y cenado asado las dos noches, sentía lo mismo que las serpientes luego de cambiar la piel.
Hice una pequeña parada en la estación de servicio de Orense para cargar nafta y seguir viaje, pero al conversar con un lugareño mis planes cambiaron completamente. Me sugirió que vaya a visitar Balneario Orense, un pequeño pueblito junto al mar, a 15 km por un camino de tierra, y le pregunté: "¿Y hay médanos vírgenes?" "¡Está lleno!" Así como estaba fui a un supermercado a abastecerme (porque en ese pueblito no había nada) y arranqué en busca del caminito de tierra. El largo día de ruta que tenía por delante se transformó en un paseo rural atravesando sembradíos y algún que otro arroyo, hasta llegar al lugar que tanto buscaba, un lugar soñado por su tranquilidad, su belleza, y su inmensidad: Balneario Orense.
Es un pueblo de unas pocas callesitas rodeado de médanos hasta el infinito, besado continuamente por el mar. Busqué el camping "médano 14", un camping amplio de médanos fijos por pequeños bosques donde, nuevamente, éramos los únicos. Al día siguiente comenzaba la temida semana chanta, me comentó el que atendía el camping que pasada esa semana cerraban todo, en el pueblo quedarían apenas dos o tres casas ocupadas por personas que hubiera querido conocer. Así que tuve suerte de encontrar el camping abierto.
Preparamos un almuerzo improvisado bajo los árboles rodeados de gatos atrevidos, ¡y a la playa! Era un día de sol radiante, la playa era inmensa, interminable, un sueño. Las horas se sucedieron nadando en el mar y descansando en la única sombrita proyectada por el parador del guardavida, vacío. Pero como no todo es perfecto, como nada está exento de contradicciones, como el planeta ha sido lamentablemente colonizado por una raza destructiva, sucedió algo que me puso de mal humor.
Durante todo este viaje por la provincia advertí la presencia de los misteriosos aviones "a chorro", aviones que dejan una estela blanca que, a diferencia de las estelas normales de los aviones a chorro que desaparecen en cuestión de minutos, quedan en el cielo estáticas durante horas. Este fenómeno lo vengo observando desde hace meses, ya que cada tanto se presenta sobre la ciudad, pero sobre el campo es mucho más numeroso, los vi todos los días. Y el que vi en Balneario Orense me sacó la duda: no son aviones a chorro. Porque si lo fueran, dejarían la estela en todo su recorrido, pero el que advertí desde la arena venía de mar adentro, y comenzó a dejar su estela química apenas tocó la línea de la costa adentrándose varios kilómetros. Luego cesó el chorro, dio la vuelta y comenzó a dejar otra estela de varios kilómetros más paralela a la costa. NOS FUMIGAN. Se llama geoingeniería, supuestamente buscan cambiar/manipular el clima. Vean:


Sin palabras... Pero, a pesar algo tan terrible, hay que ser felices igual y disfrutar de la vida, ya que tiene fecha de vencimiento. Por eso, cuando el sol comenzó a bajar adquiriendo un ángulo más propicio para la esperada sesión de fotos, subimos a la moto y encaramos rumbo al norte hacia los médanos que se perfilaban en el horizonte. El ripio se acabó a los 150 metros, así que como pude (caminando con los pies al mismo tiempo que aceleraba) avancé a través de la arena blanda hasta la orilla, donde la arena húmeda era más firme. Ahí comenzó una travesía inolvidable, manejaba esquivando la espuma de las olas indefinidamente, jugando con el mar, mientras a mi lado los médanos eran cada vez más grandes. Aunque no fue tan fácil, por momentos la arena era blanda y avanzar era una odisea, y por otros, me metía en el agua levantando chorros de espuma detrás de mí. Cuando encontré un médano bien alto, estacioné la moto arena adentro (no fuera cosa que subiera la marea y me la tragara) y comenzó la última sesión de fotos del viaje. Como yo imaginaba, el lugar parecía un desierto.

El estacionamiento de la Morocha, perdida en el desierto
La vuelta fue aún más extraordinaria, con el sol ocultándose, el cielo lleno de colores se reflejaba en la arena mojada por la que avanzaba (ya que buscaba la arena por la que recién se había retirado el agua por ser más firme), ¡¡parecía que andaba por el cielo!! Fue fabuloso, con la Morocha anduvimos por una carretera estelar. Aunque en un momento también inolvidable, la arena era demasiado blanda y yo dale que te dale con el acelerador para no quedarme, le daba en 1º avanzando despacio y ¡¡comenzó a salir humo del motor!! ¡La Morocha sacaba humo loco! Pero así y todo, noble como es se la rebancó y volvimos al pueblito justo para el anochecer. Fue una odisea, la moto mostró una vez más de qué está hecha. Y podría haber salido mal, podría haberme pasado de rosca al manejar sobre lo húmedo y quedar atrapado en el agua y haber perdido la moto para siempre, o haberla fundido de tanto humo que sacaba...

Volando vengo volando voy

Qué lujo con la Morocha por la orilla del mar...
Por la noche, al camping comenzaron a llegar los primeros turistas de la semana santa, si bien el aluvión iba a ser al día siguiente. Música a todo lo que da y borrachos pesados nos espantaron rápidamente, así que volvimos a las dunas a ver la salida de la luna llena y disfrutar de una noche trascendental.



El día siguiente no fue fácil. Salí a la ruta decidido a emprender el largo viaje hasta Mar del Plata y me topé con unos vientos laterales tan fuertes, que no podía ir a más de 70. De todas las travesías que hice hasta ahora en moto, muchas de los cuales fueron realmente difíciles y arriesgadas, en esta fue en donde por única vez, hasta ahora, las fuerzas me comenzaron a fallar. Y no me refiero a las fuerzas físicas. Muchas veces estuve al borde del agotamiento físico, pero así y todo seguí adelante envalentonado por la idea del destino que me esperaba y el paisaje que me rodeaba. Me refiero al agotamiento mental, el cual es mucho más peligroso cuando se ensaña con uno. En aquella ocasión lo conocí, y espero no volver a cruzarlo. Estuve a punto de rendirme, de tirar todo por la borda, llegando a preguntarme qué estaba haciendo. Habían sido muchos días intensos y cansadores, nunca hubo descanso, ni uno, ya que cuando no viajaba me embarcaba en sesiones fotográficas. Aún tenía el cuerpo roto de Sierra de la Ventana, mi cabeza ya no quería más, necesitaba un descanso de verdad. Pero por suerte supe sobreponerme y a pesar de avanzar más despacio me di cuenta de que no me quedaba otra que seguir adelante, Mar del Plata me esperaba de brazos abiertos.
Al empalmar con la ruta 228 por suerte el viento aflojó y pude acelerar, pero comenzó la típica caravana de coches de la semana chanta, así que tan rápido tampoco podía ir. Luego de una breve parada en un parador de Necochea, donde pude constatar que por la tv seguían dale que dale con el papa argentino (menos mal que viaje para esa época), volví a la ruta rumbo a Miramar. Al pasar junto a la entrada de Arenas Verdes recordé con nostalgia épocas pasadas, tardes fuera del tiempo entre los médanos infinitos en compañía de un amigo que ya no existe, campings con enamoradas, con mis perros en la soledad de aquellos bosques que sirvieron de leña para mis asados y de sombra para mi piel quemada por los soles de marzo.
Era raro, distinto llegar a Mar del Plata desde el sur, una sensación de novedad que refrescaba lo conocido. La última parte antes de llegar a Miramar estaba lleeena de autos. Con mucho placer tomé la ruta 11, una de las rutas más lindas que conozco, llena de curvas y bosques junto al mar. Al llegar finalmente a mis queridos acantilados, paramos al borde del abismo para admirar el océano infinito y observar en retrospectiva nuestro viaje, que de alguna manera ya había terminado. Y para asesinar el último chacinado de Carhué, claro.
En Mar del Plata pasé unos lindos días visitando familia y amigos, entre tardes de playa y noches de música y asado. Lamentablemente, el pronóstico que mostraba internet no era para nada alentador: tormentas los últimos dos días de la semana chanta. Por esto, decidí a último momento volver un día antes. A toda costa quería evitar hacer el viaje más largo y pesado, los 400km para volver a casa, bajo la lluvia. Pero así y todo jamás imaginé la odisea que me esperaba.
La mañana en que partí, como dije un día antes de lo esperado, el sol brillaba y salí con esperanzas de llegar sano y salvo a mi casa luego de tanta caravana. Hice una breve parada en el Manolo de la costa para comprar churros y salí a la aburrida ruta 2 rumbo al garage de mi casa donde me esperaba con ansiedad mi gata. Fue un viaje largo, la ruta 2 es monótona y, para colmo, muchos autos volviendo de la costa entorpecían el tráfico. Los churros desaparecieron en la única parada del viaje, rayando el mediodía en medio del campo. El plan era hacer una parada más en Sevigne para hacer fotos, en ese lugar hay un galpón de trenes y algunas formaciones abandonadas. En Sevigne paramos, pero no para hacer fotos, sino para ponernos los equipos de lluvia. Delante nuestro, exactamente adelante, donde la ruta se dirigía, nos esperaba una cortina gris de lluvia. A los costados no se veía que lloviera, sino justo delante nuestro. Resignado pero decidido, me impermeabilicé y aceleré. A los minutos comenzó a llover, cada vez más y más fuerte, y ya no paró. Fue una odisea, y muy peligroso además. Habían muchos autos asustados que avanzaban muy despacio, y bajo el aguacero, con la moto tan cargada y la responsabilidad de llevar a otra persona conmigo, los tenía que pasar. En total manejé 120km bajo la lluvia, unas dos horas masomenos. Hice una sola y breve parada ya que las manos y la espalda no aguantaban más. Guarecido parcialmente bajo un árbol, con bolsas de nylon en los pies, el traje brillante de tan empapado, el casco puesto para no mojarme la cabeza, caminando alrededor de la moto para estirar las piernas, parecía el tío de ET.
No alcanzan las palabras para explicar lo duro y peligroso que fue ese viaje. Tanta lluvia en la ruta, con tan poca visibilidad y el asfalto lleno de charcos, y en día pico, con caravana de turistas asustados por la tormenta, no dejaron lugar a que me flaquearan las fuerzas mentales: venía decidido a llegar sanos y salvos, cueste lo que cueste. Recién en el peaje de Hudson, ya alcanzando uno de los tentáculos de la megalópolis, apareció el sol del atardecer entre los nubarrones en dispersión regalando colores y perspectivas. Ahí hice otra parada para desentumecerme, y volví a la autopista envalentonado por la cercanía del destino, pero sin dejar de tener en cuenta la estadística de que la mayoría de los accidentes se producen cuando falta poco para llegar.
Llegué a mi casa por fin a acariciar el gato, liberarme del peso de haber cargado con tantas cosas durante 2600 kilómetros, con una sensación en el pecho similar a la que he sentido al estar enfermo (sin llegar a ser enfermedad, sino ausencia casi total de energías), y a meterme de cabeza en un caliente baño de inmersión. Y dormir. Ese día, mientras avanzaba por esa ruta apocalíptica, en La Plata caía un diluvio histórico que provocó terribles inundaciones dejando un saldo de más de 50 muertos. Y al día siguiente, cayó en Buenos Aires otro diluvio tan histórico que a dos cuadras de mi casa, en Núñez, se inundó mal, y ahí jamás se había inundado.
¡Estaba vivo! Y pensando cuál sería mi próximo destino...

¡Misión cumplida!

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