viernes, 18 de octubre de 2013

Provincia de Buenos Aires parte VI

Había llegado el momento de dejar atrás Carhué y encarar un nuevo destino, pero no sin antes pasar por una fábrica de chacinados de la que había oído nombrar. Después de armar el equipaje salí de raje a buscarla antes de que cierre, ya era de mediodía. Después de un par de vueltas la encontré, vendían los salames por kilo. Compré tres grandotes, uno común y dos con pimentón, después me arrepentí de no haber comprado más. Eran DELICIOSOS. Combinados con el queso gouda de la pulpería de Campodónico, fueron el lujo de los almuerzos en las paradas al costado de las rutas de mi provincia.
Próximo destino: Sierra de la Ventana, un lugar que también desde chico quería conocer. En las escuelas primarias de todo el país se nos enseña sobre la existencia del Macizo de Ventania, de delantal blanco y pelo estilo taza anotaba los dictados en mi cuaderno imaginándome en esa ventana, con vista al planeta. Cuestión que 30 años más tarde, me subí a una moto y enfilé para allá. Decidí no tomar la ruta más directa, la 33 que iba hasta Bahía Blanca. Tuve el disgusto de conocerla manejando hacia Carhué, y no pensaba volver a meter las ruedas ahí. Debido al puerto de Bahía Blanca el tránsito de camiones por esa ruta es insoportable, y como si esto fuera poco, profundas huellas en el asfalto debido al excesivo peso de los gigantes que continuamente hay que gambetear. ¡Con lo prácticos que eran los trenes que en el pasado cubrían todo el país! Muchísima menos contaminación, rutas seguras, en fin, mejor no hablo de ese tema porque me amargo. Preferí entonces tomar la ruta 85 aunque tuviera que hacer un rodeo, pero así iba a poder disfrutar del paisaje y, lo que más me interesaba, el cambio de relieve gradual de la llanura a las sierras. ¡Buena elección!

Antigua estación Sierra de la Ventana
La ruta fue toda para mí, nuevamente fui un puntito aventurero avanzando despacito en el mapa (imaginario, porque no uso GPS, para pantallitas luminosas me sobra con mi vida ordinaria). La ausencia de otras máquinas con ruedas me permitía perder mi mirada en la lejanía imaginando las verrugas de la tierra que tarde o temprano aparecerían para mí. Después de un par de horas de campos y algún que otro chacinado, advertí ciertas sombras grises recortadas en el horizonte. Eran las sierras más antiguas del planeta dándome la bienvenida a lo lejos, susurrando: ¡desde que eras chico te esperábamos! Como si la vida de un humano fuera algo para ellas, que datan desde los tiempos Precámbricos, ¡desde antes que existan los vegetales sobre la tierra! Media hora más tarde, la ruta comenzó lentamente a serpentear y a subir y bajar, como tanto me gusta. Debajo de la moto, las rocas más antiguas del mundo actual servían de sustento a la tierra que sustentaba el asfalto por el que mis ruedas como locas rodaban. Fue una ruta fabulosa, con ondulaciones cada vez más altas, era como ver crecer a las montañas.
Me habían recomendado ir a Villa Ventana, así que hacia allá me dirigí. Mala elección. Me pareció una especie de Villa Gesell, o Mar de Las Pampas, un pequeño pueblo de "elite" lleno de camionetas de alta gama y restaurantes caros donde uno siente estar en una extensión de Buenos Aires, y no en un pueblito de montaña. Encima era fin de semana y había una fiesta regional, así que como llegué salí, esta vez rumbo a Sierra de La Ventana. Antes de hacer este viaje, había estado investigando por internet acerca de los lugares a visitar, pero como no le dediqué demasiado tiempo a la computadora, mi búsqueda había terminado en Carhué, de los siguientes puntos a conocer no tenía ninguna referencia, tan sólo nombres en el mapa. Inocentemente pensaba que el Cerro Ventana quedaba en Sierra de la Ventana... Después de 25 kilómetros alejándome de las montañas llegué a Sierra de La Ventana, una ciudad con un movimiento que me sorprendió. Me acerqué a la oficina de turismo y ahí me enteré que el Cerro Ventana quedaba pasando Villa Ventana, así que oootra vez tuve que volver hacia allá, pero antes pasé a tirar un par de fotos en la antigua estación de tren y en un puente ferroviario de fines del siglo XIX, el "Puente Negro", con unas perspectivas alucinantes.

Puente Negro
Ya quería llegar de una vez, la noche se acercaba. Pasado de largo Villa Ventana, la ruta se encajonó cada vez más entre sierras altas y afiladas que se oscurecían cada minuto. Finalmente, llegué al campamento base del Cerro Ventana que tanto se venía haciendo desear. Por suerte no había casi nadie, así que me instalé en una cabañita que alquilaban como dormi, con 4 camas cuchetas para 8 personas en la que estábamos solos, y salía casi lo mismo que acampar. Junté dos camas, y con la bolsa de dormir de dos plazas (mis dos bolsas de dormir se unen y se arma una doble, imposible dormir separados) estaba como quería: bajo un bosque de pinos en la naciente de la ladera, a los pies de la ventana por la que al día siguiente me iba a asomar. Y venía preparado para tan especial ocasión.
Esa noche pintó ir a Villa Ventana al festival. Mala elección. Después de una ducha gloriosa volví a la ruta como una luciérnaga en la cerrada oscuridad entre los abuelos de la tierra. Después de algunas bajadas me envolvía una densa vegetación (seguramente rodeando los arroyos que brotan en las alturas) y la temperatura bajaba bruscamente, se me enfriaba la ropa. Llegué después de 15 minutos a la Villa. Averigüé hacia dónde quedaba el festival y tomé una calle secundaria en esa dirección, un camino de tierra oscuro junto a un curso de agua. Así habré hecho un kilómetro hasta que crucé por un puente al otro lado, y quedé careta. Una fila infinita de autos me paró en seco. Aprovechando una de las ventajas de la moto, me mandé en contramano y seguí, eran muy pocos los autos que volvían. No habré hecho más de 300 metros hasta que un policía me paró, así que di media vuelta y me fui. La congestión de tráfico en un lugar tan sereno como ese antiguo valle bajo la luna casi llena fue una imagen bizarra. Las ganas de conocer el festival desaparecieron al imaginarlo atestado de gente y ruido, encontré un restaurant tranquilo donde compartir una cena romántica y volví al campamento, al día siguiente se venía el ascenso.
La verdad no imaginaba que iba a ser duro. Subir una sierra de la Provincia de Buenos Aires no podía ser arduo, pero lo fue. Ya el primer tramo es una subida de 45º interminable entre las raíces de los árboles, las rodillas no pueden menos que sorprenderse ante la exigencia que de pronto se les pide. No queda otra que hacer algunas paradas a descansar. El ascenso a la ventana consta de tres tramos, terminado el primero hay unos troncos acostados en círculo para relajar las piernas, los árboles quedan atrás y comienza un camino casi horizontal con unas vistas enormes. Es en esos casos donde uno acostumbra a pensar que lo peor ya pasó, pero ese caminito horizontal fue inclinándose gradualmente hacia arriba hasta volverse más difícil que el primero. Fue muy cansador, rompió la costumbre de tener todo al alcance de la mano que nos imprime la nafta, estuvo buenísimo. Terminado el segundo tramo se llega a una altiplanicie que rodea al cerro y hay que seguir trepando sobre piedra, dejando ahora la tierra atrás. El espesor de la vida gradualmente fue bajando hasta desaparecer de la vista, salí de la alfombra viviente que cubre sólo los terrenos favorables de nuestro planeta aventurándome en la pura piedra.

Vista de la Ventana desde la base, justito antes de comenzar el ascenso

La primera subida... interminable

Un playmovil...

Terminado el primer tramo, sin imaginar lo que aún faltaba...

A punto de comenzar lo peor
Lamentablemente era domingo, cuando finalmente llegué a la cima encontré la ventana ocupada por un contingente de turistas hablando como loros. ¿Estoy errado al pensar que en esos lugares uno debe aprovechar la oportunidad que da la falta de necesidad de comportarse como siempre? Siendo un lugar tan lindo para dejarse llevar por las perspectivas de los horizontes y el silencio del viento... Igual la pasé bárbaro, lo disfruté, y logré el cometido: la Ventana iba a ser la siguiente locación fotográfica. Sentados en las rocas a pocos metros de la ventana (ya que la ventana por dentro estaba repleta) comenzó cada cual su tarea. Ella a maquillarse (la idea era que se de un estilo pájaro) y yo a preparar el  chacinado y el quesardi. ¡Qué lugar para clavarse esa picada! Después de comer, dijimos: es el momento. Ella se cambió, se puso la peluca y pidiendo permiso (para esta altura por suerte el contingente ya había bajado, quedaban algunas personas pero la situación ya no era caótica) nos metimos en la ventana. Ella se sentó en una pequeña saliente al borde del precipicio, con el viento embolsándose por la grieta empujándola al vacío, y salió la foto (la cual eliminé para no andar publicando fotos de una ex).
Si subir fue difícil, imaginen la bajada. Bajar, cuando es empinado, es siempre más jodido que subir porque hay que ir frenando el propio peso continuamente, y pa pior, con las piernas cansadas. Me llegué a sentir un playmóvil con las rodillas a punto de desarmarse. Ni me quiero imaginar lo que le pasó a una amiga, que me contó que le tocó toda la bajada con lluvia. Llegué a la base con la sensación de tener elásticos en vez de piernas, y sólo una idea entre las cejas: ¡fernet con coca! Si bien no tomo nunca gaseosas, y odio la coca cola por lo que es en sí y por lo que representa, el fernet con coca es mi bebida preferida por lejos, ¡nada está exento de contradicciones en este mundo! Tenía en las alforjas una botellita de fernet, así que al llegar al camping fui derechito a la proveeduría a comprar una coca bien fría. Lo que recibí fue un baldazo de agua fría: no había coca. A pesar de ser un muerto vivo y sentir literalmente que no podía dar un paso más, volví caminando a la base del cerro (distante unos 500m) donde había un kiosquito que vivía de la deshidratación de los turistas, y compré una coca y una botellita de agua congelada para hacer los hielitos (fernet con coca, sin hielo, no). Volví caminando como Michael Jackson en Thriller hasta el camping, me senté en una mesita bajo los pinos, me preparé mi fernet, y el primer sorbo fue un placer indescriptible, incomparable. Me bajé dos vasos y así mareado me derrumbé en la cama a dormir una siestita salvadora.
Desperté al anochecer bastante recuperado, ya era el de antes nuevamente. Tenía hambre, así que me dirigí al quincho donde cociné en compañía de dos parejas más, los únicos de todo el camping. Después de una cena muy amena, salimos con mi compañera a dar una vuelta. La luna estaba alta y luminosa y me llevé la cámara y el trípode. Mi idea era principalmente fotografiar la reja de entrada del camping, la cual había sido forjada por el mismo herrero que forjó la reja del palacio de Buckingham, en Londres. Encargada por Tornquist para que la trajeran en barco hasta el puerto de Quequén, y en carreta con bueyes hasta donde en el presente reposa. Caminamos hasta la entrada y comencé con las tomas. Para nuestra sorpresa, aparecieron los chicos con los cuales habíamos cenado con la pipa de la paz, fue una fiesta. Propuse sacar unas fotos colectivas, así que volví corriendo a la cabaña a buscar el equipo de iluminación, y nos fuimos a caminar por el valle matándonos de risa entre foto y foto, en una noche inolvidable.

La reja en cuestión traída desde Inglaterra
Haciendo amigos


Al día siguiente nos levantamos temprano, amarramos el equipaje como últimamente acostumbrábamos, nos despedimos de los chicos y salimos nuevamente a la ruta dejando nuestras queridas montañas bonaerenses atrás. Nuestro próximo destino: el océano eterno y los médanos infinitos.

CONTINUARA...

2 comentarios:

  1. Hola Hernán, el otro dias despues que estuvimos charlando, entre en tu blog y es tal cual comentabas, la morocha los viajes y las fotos, realmente me alegra que nos hallamos encontrado, ya que gente como vos son las que hacen falta. Te mando un gran abrazo y nos vemos en las rutas!

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    1. ¡Grande Hernán! Sos un grande de verdad (y no solo por el nombre jajajaja). ¡Espero cruzarte en alguna ruta! :)

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