martes, 1 de octubre de 2013

Provincia de Buenos Aires parte V

A esas alturas ya estaba compenetrado en el viaje, esto es algo curioso que acostumbra sucederme cuando ando de caravana. Los primeros días de la travesía llevo dentro de mí parte de mi pasado, de mi lugar de origen, y miro todo desde un punto de vista ligeramente "turístico". Pero cuando me adentro en el camino mi vida rutinaria desaparece detrás del horizonte y cada amanecer es un nuevo nacimiento, en una nueva cuna. Esto comenzó a suceder la primera mañana en Carhué. Mi vida diaria, mi casa, mis cosas, ya no eran parte de mi círculo (imaginario, claro está). Si volvía o no, no importaba. Había comenzado a vivir el viaje con todo mi ser.
Desperté en el departamento percibiendo el peculiar aliento que cada casa en particular exhala, sin parecerse a ninguna otra. Desayuné y salí a caminar rumbo al lago: por fin había llegado el momento de conocer el 2º más salino del mundo.

Ruinas del antiguo matadero, otra de las maravillas de Salamone
La verdad pensé que quedaba más cerca, con el sol del mediodía perpendicular sobre el balero, caminaba saltando de sombra en sombra como por charcos un día de lluvia, hacía un calor bárbaro. A la media hora lo vislumbré, el espejo de agua desde niño deseado aparecía flamante en mi campo de visión. Como frente a toda aparición acuífera en un día caluroso, mis axilas transpiradas sonrieron. Pero eso fue cuando lo tenía lejos, cuando me acerqué la cosa cambió.
Desde el borde del terraplén que rodea al lago Epecuén, la impresión que recibí fue de desolación. El sol freía, los pocos árboles estaban blancos de tan secos, el suelo, totalmente cuarteado, quemaba, y el agua que de lejos parecía diáfana, de cerca se veía oscura y aceitosa. Y el olor. Mucha gente dice que es nauseabundo. A mí no me parecía tal cosa. Nauseabundo es algo en mal estado o expelido del cuerpo humano. El aroma es como el que he sentido en algunos volcanes, sulfuroso es el adjetivo que me sale. Pero no es para hacer un perfume, no. Así y todo, yo quería meter las patas aunque sea. Me acerqué a la orilla, y la tierra cuarteada se fue ablandando hasta convertirse en un barro extraño y "sulfuroso" (por no decir maloliente). Me saqué las zapatillas y seguí avanzando, el agua estaba aún unos 20 metros más adelante. En cada paso sentía como esa masa negra y viscosa se me escurría entre los dedos de los pies. Pero así como otra persona lo sentiría repugnante, yo me decía a mí mismo que eran "masajes sulfurosos" ¡jajajaja! Además, sabía que ese barro era altamente benigno por sus propiedades. Llegué a la orilla cuando el fango ya me llegaba a los tobillos. Avancé hasta que el agua me llegó a las rodillas, donde el fondo ya era más duro y pude lavarme los pies. El agua era pesada, se notaba que no albergaba vida. La probé, saladísima. Chapoteé un rato y volví. Ahí el tema fue que para llegar a terreno seco tuve que hundirme en el barro nuevamente hasta los tobillos, una vez afuera no sabía cómo calzarme las zapatillas, ¡si tenía los pies un desastre! Así caminé hasta encontrar una canilla. Una vez más, salvado por la civilización. De vuelta en el departamento, almorcé y preparé el equipo fotográfico para la nueva locación: el pueblo fantasma.
Villa Lago Epecuén, distante a 7 km de Carhué, fue una floreciente villa turística desde 1920 donde la gente iba las temporadas de verano por las cualidades benéficas de sus aguas. Pero debido al canal Ameghino construido en 1975 para que otros cursos de agua de la región pampeana fluyan hacia el sistema de las encadenadas (según dicen algunos eran tiempos de sequía, lo hicieron para que no se seque el Epecuén, según dicen otros, para que no se inunden los campos de los terratenientes), con las inundaciones del 1985 las barreras de contención cedieron y Villa Lago Epecuén desapareció bajo 4 metros de aguas hipersalinas. Los pobres habitantes tuvieron que abandonar todo de un día para el otro, refugiándose principalmente en Carhué, donde comenzaron de nuevo. Con los años el nivel del agua gradualmente bajó, dejando un paisaje apocalíptico. La extrema salinidad de estas aguas destruyó el pueblo entero, derrumbando casas y derritiendo metales como si fueran manteca. Ese era el lugar que había elegido como tercera locación para mi proyecto fotográfico.
Lupín se ofreció con toda su buena onda a acompañarnos. Tomamos el camino antiguo que actualmente está cerrado para que no puedan pasar los autos, pero como íbamos en moto esquivamos la barrera. Este camino también estuvo inundado, lo cual se puede ver por las hileras de árboles blancos. En ese trayecto pudimos apreciar otra de las fantásticas creaciones de Salamone: el matadero de Carhué, el cual llegó a tener 2 metros de agua en su interior, motivo por el cual no me animé a entrar, ya que está al borde del derrumbe. El paisaje de esa zona es surreal, las raíces secas de los árboles fuera de la tierra parecen esqueletos de aliens en un desierto sin vida. Las fotos:



Calle principal





Eso no fue nada comparado a lo que encontré cuando finalmente lleguamos al pueblo. Parecía haber habido un bombardeo. Manzanas enteras demolidas, hierros carcomidos, calles que continuaban bajo el agua, con los postes de luz emergiendo. Lupín que es oriundo de Carhué nos señalaba las esquinas devastadas y nos comentaba: "acá estaba el kiosco, acá el hotel. Esta era la disco a la que venía a bailar, acá pagabas la entrada, esa era una pista y aquella la otra". Mientras hablaba los fantasmas comenzaban a moverse frente a mí, viviendo un día cualquiera del pasado bajo el sol, contrastando con la destrucción que desolaba el presente.
Apenas entramos en la Villa, avanzando por su calle principal entre restos de catástrofe, vimos un viejito con tres perros sentado entre las ruinas. Es el habitante que queda en Villa Lago Epecuén. Un hombre de 86 años que después de la inundación no quiso abandonar su pueblo, y que a pesar de que sus hijos lo incitan a que se vaya con ellos a Carhué ofreciéndole una casa allá, decidió quedarse en el pueblo . Ni siquiera acepta festejar sus cumpleaños en la ciudad, lo tienen que ir a vsiitar ahí, su lugar en el mundo (o lo que queda del mismo). Tiene una casilla a unas cuadras de las manzanas demolidas donde pasa la noche, pero durante el día se pasea entre las ruinas, visitando los fantasmas que yo llegué a entrever por el filo del tiempo. De sus labios le oí decir: "Yo a este pueblo lo vi nacer y lo vi morir..."


Otro día más vivido entre las ruinas
Luego fuimos a visitar la antigua estación de tren donde funciona un museo con la historia del pueblo, antes y después de la catástrofe. Un pasado en sepia da cuenta de la floreciente vida que tuvo dicha localidad desde sus comienzos, hace casi 100 años. Turistas de toda la zona, principalmente de Buenos Aires, iban a calmar reumas, artrosis, enfermedades de la piel y demás dolencias. Me llamó mucho la atención la foto antigua de un hombre que trabajaba de "embarrador" en la década del ´30. Había sido jugador de fútbol, y luego masajista en distintos clubes. Pero en algún momento se cansó de la ciudad y se fue a vivir a ese pequeño pueblo. En la foto se lo ve alto y fornido frente a su puesto en las orillas del lago, con una camilla y un cartel aclarando su oficio: "Embarrador". Te agarraba, te embarraba bien con ese barro pegajoso y sulfuroso que esa mañana mis pies habían conocido, y te masajeaba, ¡qué miedo!
A la vuelta, nuevamente por el camino antiguo bajo la débil luz del anochecer, los últimos colores del horizonte me tentaron a atraparlos antes de que se escapen. Frené la caravana, desarmé todo el equipo, le pedí a la modelo que se vuelva a cambiar y muerta de frío camine descalza por ese barro imposible y se suba a un árbol muerto, logrando así una de las mejores fotos del viaje, sobre el comienzo de este capítulo. A la vuelta, después de una feliz ducha y de unos fernets con el amigo Lupín, a dormir que al día siguiente salíamos nuevamente a la ruta, esta vez con destino a las montañas más antiguas del planeta.

CONTINUARA...

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