domingo, 21 de julio de 2013

Recorrida Navideña parte I

Así como en la última saga demostré que con sólo 9 días es posible mandarse una travesía del carajo, en esta ocasión voy a explayarme sobre un viaje de tan sólo 6 días conseguidos gracias a Papanuel, pero que me salió tan redondo que parecieron como 15. Mi idea era ir primero a Tandil (siempre quise conocer dicha localidad y sus sierras) para luego tomar la fabulosa ruta 226 para llegar a Mar del Plata a festejar con familia y amigos una fecha de dudosa procedencia: la Navidad.
El día anterior al viaje los pronósticos no eran alentadores, las altas probabilidades de lluvia formularon ciertos signos interrogatorios en alguna parte oscura de mi cuerpo intentando opacar mi optimismo. Para colmo, por la mañana me quedé dormido. Entre que desayuné, armé las alforjas y vacilé mirando el cielo, salí a eso del mediodía. En esa época vivía con mi querida abuela, quien antes de salir me miró fijo con una leve sonrisa, y asintiendo con la cabeza, me dijo: "La verdad Hernanio, estás loco". Paré en la estación de servicio cerca de casa y mientras hacía la cola para cargar nafta escruté el cielo intentando convencerme de que esos oscuros nubarrones no terminarían uniéndose, sino que el azul les ganaría. Como para darme más seguridad intenté apoyarme en la opinión ajena, así que al playero que le llenaba la panza a la Morocha le pregunté si iba a llover. Desgraciadamente, su respuesta fue ambigua y para nada tranquilizadora. Me subí a la moto y arranqué, pero paré en la siguiente estación unas cuadras más adelante. Me sentía cansado por la caravana tanguera de las noches anteriores, así que me compré una bebida hidratante y me la bajé parado al lado de la moto con todo el equipaje amarrado, desentonando con tres chicas en minifalda que bajaron de un auto brillante al lado mío. Terminado mi refrigerio, arranqué la moto con decisión y subí a la autopista.

Recién llegadito a Tandil, parada a matear y descontracturar junto al lago


Allá por la autopista a Cañuelas las nubes negras se cerraban delante mío amenazadoramente, pero yo las encaraba desafiante y con la mirada fija como toro al torero. En Cañuelas tomé la desviación hacia la ruta 3, la cual no era otra cosa que una calle de tierra llena de pozos atestada de camiones entre los cuales me sentí una hormiga en silla de ruedas. Hasta San Miguel del Monte fue todo autopista, pero ahí comenzó la ruta. Habían muchos camiones, y siendo que mi velocidad máxima era aproximadamente la misma que la crucero de la mayoría de ellos, hacer ruta no era lo que se dice fácil. Había que calcular bien cuando me decidía a adelantar alguno, pegarme atrás y elegir una recta larga y sin tránsito contrario para mandarme. Una vuelta calculé mal. Venía pegado atrás de un camión inmenso, y después de un par de amagues en una recta hasta el horizonte me mandé. Venía un camión de frente pero bien lejos, calculé que llegaba a pasar al grandote sin quedar aplastado abajo del otro, pero no. El mionca que me mandé a pasar tenía acoplado, era más largo de lo que pensaba. Para colmo, si bien venía al taco, lo adelantaba tan lentamente que parecía una carrera de caracoles. Las ráfagas de la succión cada tanto me sacudían, pero yo seguí firme con mi atención al frente y sin aflojar el acelerador. El camión que venía de frente aumentaba su tamaño a medida que se acercaba, y yo le apuntaba justito al medio dando pleno lugar a la valentía sobre cualquier otro sentimiento lógico pero peligroso en ese momento en que no había tiempo para vacilaciones. Cuando alcancé la cabina y quedé a la par del camionero que desde allá arriba miraba al frente sin importarle la suerte de un pequeño motociclista, me di cuenta de que no iba a llegar a pasarlo antes que el que venía de frente me hiciera puré. Desesperadamente le pegué un par de bocinazos y el camionero se apiadó de mi, soltó el acelerador y lo pasé colocándome delante suyo justo a tiempo, el que venía de frente me abofeteó con la ráfaga que despidió su inmensa masa al pasarme raspando.
Después de un par de horas me detuve junto a un santuario del Gauchito Gil a la vera de la ruta a relajarme y engullir mi típico almuerzo rutero. Mate, pan, queso y chacinado. Paré una hora. Milagrosamente, durante esa hora sentado cerca del gauchito el cielo se despejó por completo, el día se tornó caluroso y el cielo de un azul profundo. Cuando volví a la ruta con la panza contenta, no sabía dónde meterme la campera de cuero, la cual comencé a llevar abierta y flameando. Unos kilómetros después de Las Flores me desvié hacia Rauch por la ruta 30 y ahí la cosa cambió, me adentré en una ruta desierta en medio de la nada. No habían camiones, ni autos, a veces ni banquinas. No habían tranqueras ni cascos de estancias, tan sólo los puros campos. Eramos la inmensidad, la Morocha y yo.

¡Andate al ...! a la parrilla...
Como comenté en alguna otra entrada, al viajar en moto durante horas se produce una especie de estado alterado de conciencia. Libre de distracciones como la música o las palabras, hipnotizado por el viento constante, uno deja de pensar y se enfoca en el paisaje. Durante casi todo ese viaje de 5 horas y pico, atravesando en soledad la pampa interminable con el horizonte partiendo la realidad en dos, canté la misma canción, una y otra vez, como un mantra que se me había pegado, y que curiosamente nunca antes ni después volví a cantar. Escucharla acá. Una vez pasado Rauch hice una parada de 15 minutos durante los cuales me acosté en el pasto junto a la moto para relajar la espalda, y seguí.
Ansioso esperaba el momento en que las sierras se reflejaran en el visor de mi casco, escrutaba el horizonte entrecerrando los ojos intentando descubrir las verrugas de la tierra que con tantas ganas iba a visitar, hasta que después de un buen rato, finalmente las vi. Las sombras grises de las montañas más viejas del mundo se recortaban a lo lejos atrayéndome hacia ellas, el objetivo ya había sido avistado y la espalda dolió menos. Ahí empezó el fresco. La campera de cuero cerrada ya no alcanzaba, pero no quería detenerme a sacar el polar de las alforjas, tensé los pectorales y avancé aguantando el frío haciéndome el macho. Debe de ser verdad eso que escuché de boca de un tandilense, que su ciudad es más fría aún que las del sur.

Atardecer sobre Tandil
Ya tenía en la cabeza el mapa aproximado de Tandil para saber cómo llegar al hostel, pero me desvié hacia el dique, donde estacioné junto al lago y me senté en las raíces de un árbol a tomar unos mates salvadores y disfrutar del atardecer. Recuperada la energía fui al hostel donde me acomodé en una habítación y me di una ducha bien caliente, dejando por un rato caer el agua humeante sobre mi espalda. Después me senté una hora frente a la computadora, y al rato de mirar la pantalla casi sin parpadear presionando teclitas de plástico advertí que estaba literalmente roto. Claro, después de la ducha relajante, en la inmovilidad de la mátrix mi cuerpo se enfrió y me empezó a doler todo. Habían sido 5 horas y media de ruta, necesitaba descansar, pero también comida y cerveza, me moría de ganas de entrarle a una pizza con una cerveza bien fría para, ahí sí, desmayarme en la cama al día siguiente. Me abrigué y salí a la fría noche (caminando, en moto ni en pedo) a buscar donde saciar mi sed, cuando recordé que meses atrás uno de mis mejores amigos, el Caruso, me había mandado un mensajito una noche de borrachera desde el Antares de Tandil. ¿Y si resulta que está acá?, pensé. Le escribí, y a los minutos me contestó que estaba trabajando temporalmente en la misma ciudad que yo comenzaba a descubrir. ¡Mi felicidad no podía ser más amplia! ¡¡El Caruso estaba en Tandil!! Nos encontramos en Antares, por supuesto, donde comimos pizza acompañada con esa cerveza artesanal deliciosa agarrándonos un pedal fabuloso y brindando cada tres minutos. Terminamos perdiéndonos por las oscuras calles de Tandil arreglando encontrarnos al día siguiente para subir alguna sierra. Finalicé mi largo día desmayado en la cama del hostel.

CONTINUARA...

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