sábado, 15 de junio de 2013

Noroeste parte IV

Iruya es un pueblo fuera de lo común. Además de su aislamiento debido al tortuoso camino de alta montaña que hay que animarse a hacer para visitarlo, y de estar escondido entre cerros altísimos y escarpados, se asienta sobre una ladera tan pero tan empinada que hasta es difícil y peligroso transitarlo en auto. Y en moto ni te cuento. Es como si el pueblo entero estuviera colgando de la montaña agarrándose con las uñas para no caerse. Para llegar a la "parte céntrica" (1 cuadra) tuve que tomar dos subidas en 1ª armándome de valor. Una vez ahí, dejé la moto cargada y fui a buscar dónde hospedarme. Encontré un lugar con muy buena vista a dos cuadras, pero... ¡dos cuadras más arriba! Esos 200 metros fueron los más empinados del universo, tanto, que es difícil subirlos a pie sin hacer una parada para respirar. ¡Imagínenme mandándome con la moto cargadísima! Me encomendé a los santos y diablos esperando no hacer willy ni que se me pare el motor y me mandé. Obviamente, la morocha llegó cagándose de risa, como siempre.

Iruya escondida entre filosos cerros
La "parte céntrica" de Iruya
Conseguí un cuarto con vista a las montañas. Hay muchos lugares donde alojarse, ¡hasta hay un hotel de lujo! En un lugar como Iruya, eso fue inesperado para mí. Es que Iruya no es la que era. Con sólo decir que la gente al cruzarte por la calle no te saluda... Fue cruelmente invadida por el turismo (con crueldad adjetivo un turismo virósico, que transforma el lugar que alcanza), como toda la Quebrada de Humahuaca desde que la nombraron "patrimonio de la humanidad", llenándose de "hoteles boutiques" y transformando esos pueblos auténticos en auténticos negocios. Yo anduve recorriendo la Quebrada exactamente 15 años atrás, y el cambio que vi en los pueblos fue tan pero tan grande que me alegró internamente el hecho de haberla conocido antes del ocaso de su esencia.


Ventana de mi cuarto
Iruya no quedó afuera de esta especie de invasión. En un pueblo tan pequeño y tan alejado me resultó muy extraño no saludarme con la gente. Sobre una calle de piedras y casas muy antiguas, hay un local pequeño pintado de blanco con el cemento parejito, incandescentemente iluminado con un cajero automático adentro, enchastrando el paisaje. No digo que no pongan un cajero, pero que siga la onda del lugar por lo menos sin desentonar. Por la noche, en ese mágico lugar de calles ancestrales y oscuras que escuchan los secretos de las montañas, una bola de luz blanca proclamando el lugar del dinero me provocó tristeza, al igual que en Purmamarca, frente a la plaza principal. Pero bué, yo también me mando mis buenas cagadas así que no puedo ponerme a decirle a nadie lo que tiene que hacer, cada uno verá y nos aguantaremos las consecuencias de nuestras acciones y maneras de pensar.

Vista desde la puerta de mi cuarto

Típica callesita de Iruya
 Acabo de detallar un par de puntos negativos, pero sobran los positivos. Iruya es hermosa, atrapada entre esos cerros filosos de colores, las callesitas zigzageantes y antiguas, el mirador sobre el pueblo con vista al valle, las estrellas ahí nomás a mi alcance frío. Hay misterios rondando que ningún cambio pudo opacar. Obviamente, me fui a buscar dónde morfar, ya había anochecido y no había ingerido nada caliente en todo el día más allá de mate amargo. Encontré un típico comedor norteño (no le digo restaurant porque sería una blasfemia): mesa y sillas de madera sobre piso de tierra, platos de guiso humeante con vino dulce servidos por una señora que vive ahí. Volví a las callejuelas con la panza contenta y el corazón lleno a recolectar en la fría noche manojos de asombros que se me ofrecieron por doquier. Esta zona cuenta con mayor amplitud térmica que la quebrada, del otro lado del cordón serrano, por lo que si bien de día estaba en remera, de noche la temperatura llegaba a los 0º. Pero como yo tenía ropa térmica, eso no fue un problema, sino un condimento más. En realidad, y a pesar de lo que todo el mundo piensa y yo pensaba antes, desde que me subí a la moto dejé de sufrir los inviernos, ya que ahora estoy equipado (otra no queda).
Tenía el trípode conmigo, por supuesto, así que me perdí por los pasadizos silenciosos de una Iruya nocturna extasiado por estar donde estaba. Después de un par de horas encaré la subida al hospedaje, pero a pesar del cansancio por el largo día que llevaba en las espaldas, y de lo que me costó llegar a la entrada por lo empinado de la calle, en vez de entrar a la habitación seguí subiendo más hasta el final del pueblo, y de ahí tomé el camino al mirador. Este último tramo tuve a Iruya a mis pies, un racimo de luces colgando de la montaña sobre el angosto valle. En el mirador, a pesar de lo intenso del frío de la madrugada, me detuve largo rato dentro de mí.



Vista desde el mirador

Mágica y fría madrugada desde el mirador
Al día siguiente me levanté con todas las pilas, si bien era mi 5º día de viaje, iba a ser el 1º dedicado a recorrer, a trepar, a pasear, a caminar. Cargué provisiones y encaré para San Isidro. San Isidro es un pueblo de la zona a 3 horas de caminata por un valle rodeado de cerros de colores, un paseo de cuento de hadas. El sol estaba fuerte, remojar los pies en el arroyo cada tanto era una delicia. Habían montículos de piedra por todos lados, no sé qué significaban pero yo hice el mío. Después de tres horas de asimilar tanta belleza llegué finalmente a San Isidro. Bah, a los pies del cerro, de ahí parriba. San Isidro sí es un pueblo auténtico. Solo y tranquilo allá arriba cerquita del cielo, no le preocupan nuestras caóticas preocupaciones. No hay calles para el ancho de un auto, sino para que caminen personas y animales de carga. Con el cansancio y el calor que llevaba encima, encontré una mesita de bar con vista al infinito para tomarme una cerveza. Para la vuelta enganché el camión que hace una vez por día el viaje a Iruya, disfrutando del atardecer enardeciendo esos colores sentado sobre la cabina.

Después de un par de horas, vislumbré esa solitaria casa que lo tenía todo

Mi montículo

Refrescando las patas

San Isidro
El día siguiente encaré una caminata más ambiciosa, quise hacer llegar este inquieto esqueleto y estos ojos curiosos a San Juan a pesar de que distintas personas me advirtieron sobre las cornisas (paradójicamente sufro de vértigo) y que además no iba a llegar sin guía. No hice caso, grabé en mi mente un escueto mapa pintado a mano con unas pocas líneas en la pared externa de la comisaría y me mandé en compañía de un perro loco de contento como yo que salió a mi paso. Como el día anterior, sonrisas escarpadas de colores me rodearon toda la caminata. Si uno mira atentamente estos cerros, notará que hay caminos, sendas ocultos en ellos. Ni las alturas, ni los desfiladeros, ni las empinadas cuestas son obstáculo para la gente ni los animales que habitan por esos pagos. Pero para mí sí.
Después de unos 45 minutos caminando vi una montaña altísima unos 5km más adelante, y pude divisar en su parte más alta un sendero en zig zag, apenas un hilo de coser cremita camuflado en las inmensas rocas verdes en las alturas de este rascacielos, así que apunté para allá. Me crucé con un paisano que venía de San Juan, quien corroboró que el hilo cremita era la subida que tenía que tomar. A diferencia de mí, había salido con las primeras luces del amanecer. El primer problema lo tuve cuando, ya casi a los pies del gigante verde, tuve que cruzar el arroyo. Juro que parecía fácil, pero el ancho era apenas más grande del máximo posible de mi salto y era bien caudaloso, rodeado de canto rodado todo alrededor. Lo remonté buscando alguna parte más angosta o piedra sobresaliente en el agua, pero nada, no encontraba por dónde cruzarlo. Varias veces amagué con saltar pero a último momento, parado en el límite de lo seco, las piernas desobedecían por instinto y seguía caminando, hasta que me cansé y salté. Caí bastante cerca de la orilla opuesta, con los dos pies juntos de lleno en el agua hasta los tobillos, así que la trepada venía de pies mojados dentro de zapatillas impermeables, ¡qué bárbaro che! Viéndome del otro lado, el perro corrió río arriba y al minuto apareció de mi lado. A mono viejo...

Vista de la montaña en la cual vislumbré el caminito (en la foto no se ve)
Caminé de regreso hasta la subida y encaré con ánimo el ascenso del gigante. Habré logrado un tercio hasta que el vértigo finalmente me venció. Ya estaba a la altura de un edificio de 20 pisos, y cada tanto pasaba por un recodo angosto al borde del precipicio. Por más que me concentrara ya la estaba pasando mal, es como una sensación difícil de soportar en las pantorrillas seguida de anulación mental provocada por una extraña atracción al vacío. Encontré una saliente con unos arbustos que me hicieron sombra donde tomé unos mates y dormí una siestita para recuperar la armonía. Desde ahí arriba, pude ver sobre la ladera de la montaña de enfrente, más abajo pero lejos de la base, una casa de adobe solitaria rodeada de unas pocas parcelas de cultivo. Pensé qué distinta sería la vida para esas personas, y me invadió una especie de nostalgia por lo que nunca llegaría a conocer. En un momento vi bien chiquita a la distancia una mujer de pollera larga y abultada salir de esa casa y caminar como si nada por una parcela en bajada casi colgando al borde del abismo.

Medio fruncido en la saliente a la que llegué
¡Siesta!
 Días después me enteré que lo más difícil del camino me esperaba aún más adelante. Al llegar a la cima debía atravesar una planicie, y después un sendero angosto en bajada con una pared a un lado y un barranco inmenso al otro, que la gente del lugar transita hasta llevando materiales de construcción... Después de la siesta bajé hasta la seguridad horizontal y caminé río abajo hasta el cruce de este arroyo con el que venía de Iruya. Llamaba tristemente la atención la pureza de uno junto a la mugre del otro. Tuve otra vez el mismo problema, no encontraba por dónde cruzar (mi calzado se había secado durante mi siesta en las alturas). Vi dos paisanos venir caminando y me quedé a la distancia haciéndome el boludo para ver por dónde o cómo cruzaban, y no pude evitar matarme de risa cuando cruzaron el arroyo caminando como venían, sin que mojarse fuera un problema.
En vez de volver a Iruya seguí río abajo por la bajada que lleva a la selva sin dar demasiada importancia al hecho de no tener más agua, aunque después de una hora como un playmóvil entre los gigantes, decidí volver ya que las montañas se sucedían unas a otras incesantemente. No contaba con que la vuelta iba a ser toda en subida, a mitad de camino ya no daba más, las fuerzas me habían abandonado. Con el sol en la cabeza, mucho cansancio acumulado y totalmente deshidratado, puse mis piernas en piloto automático y apagué mi cerebro. Es que si pensaba, sufría, y si me sentaba a descansar no me levantaba más. Caminé hacia adelante lentamente como un zombie, como si no fuera yo quien caminara, hasta que llegué después de un tiempo eterno a la botella de agua de plástico (que seguramente terminará contaminando ese valle durante siglos) y el chocolate envasado también en plástico que devolvieron el alma a mi cuerpo.

Ya sin agua bajando por el valle

Triste cruce de arroyos
Si bien los días eran de un azul inmaculado, por las noches las nubes se reunían en ese valle creando una atmósfera muy especial, parecía que estaba en una maqueta. Y al amanecer, desde la galería de mi habitación mateaba mirando las nubes difuminarse y los picos coloridos reapareciendo.

La piel de la tierra, desde el mirador
Para la vuelta mandé casi todo mi equipaje en el colectivo que iba a Humahuaca. La subida que ahora tenía por delante era mucho más empinada que la de la venida, pero sin tanto peso la hice cagándome de risa. Desde Iruya tardé una hora justito hasta el Abra del Cóndor, donde hice una breve parada para despedirme del valle y encaré la bajada con velocidad, ya canchero en esto de manejar taladrando. Me tomó en total 3 horas llegar a Humahuaca, sin contar una parada de media hora en Iturbe. En la plaza de este pueblo me acerqué a cuatro iturbenses que festejaban la tarde dominical tomando vino blanco de caja, para preguntarles por la salida a la ruta ya que curiosamente me había perdido en ese pequeño pueblo, y me terminé uniendo a ellos. Brindamos por los presentes, los ausentes, hasta por los vasos, fue buenísimo. Los 7 km que restaron de ripio antes de la ruta asfaltada los hice de taquito con un dominio absoluto, batiendo mi récord de velocidad en ese tipo de terreno.

Festejando con la muchachada en Iturbe
En Humahuaca asesiné un chacinado mientras llegaba el micro de Iruya, recuperé el grueso de mi equipaje, lo amarré a la Morocha y salí rumbo a Purmamarca. Esa noche iba a ser la luna llena más grande del siglo y venía preparado para recibirla. Aunque no contaba con que por segunda vez en un mismo día iba a sobrepasar los 4000 metros de altura...

CONTINUARA...

2 comentarios:

  1. Hernán, como siempre impresionantes tus viajes en la vmen, llegaste en moto hasta Iruya o la subiste a un transporte ? porque todo el mundo me dice que hay que pasar rios altos hasta Iruya, abrazo

    ResponderEliminar
  2. ¡Hola! Nono, llegué en moto desde Humahuaca, fijate el capítulo anterior "Noroeste parte III" donde relato dicha travesía. Tuve que cruzar dos ríos, el segundo con mucha agua y bien correntoso, pero me mandé y pasé. Fui en mayo, imagino que en pleno verano debe de haber más agua.
    ¡Un abrazo y un honor que me sigas!

    ResponderEliminar