domingo, 2 de junio de 2013

Noroeste parte III

Esa mañana desperté aún con más excitación que la anterior: finalmente había llegado el momento de partir hacia Iruya. Desde que tuve el mapa en mis manos por primera vez (segundo paso luego de haber decidido viajar) planeé llegar a este pueblo salteño (porque Salta hace una comba, y está al este de Jujuy además de al sur). Al interiorizarme sobre las particularidades que me esperaban en esta travesía, fue que había comenzado a sentir esa excitación que esa mañana volviendo al mundo de los vivos (o despertando como se dice comúnmente) llegó a su punto cúlmine, combinado con el fuerte dolor de cabeza producido por mi primer día en las alturas.
Mi idea era partir a las 9AM para ir con tiempo, por cualquier cosa que pudiera llegar a pasar, pero con sorpresa me terminé descubriendo a mí mismo arrancando casi al mediodía. Entre que desayuné, armé alforjas, fui a comprar provisiones, a cargar nafta, a boludear, se me hicieron las 11, y todavía tenía que meter la cebolla en el filtro de aire. Varias opiniones escuché afirmando que media cebolla en el filtro de aire oxigena más al motor, así que ese día haría la prueba. Con el sol ya alto y fuerte, a un costado de la estación de servicio la corté al medio y abrí el compartimiento de herramientas para sacar el destornillador philips, pero en vez de eso encontré un ramo de flores oculto desde Buenos Aires. A causa de esta maniobra estratégica para evitar bardos aeroportuarios, quedé de alguna manera desprotegido (como si viajar en moto no lo fuese ya suficiente) sin ninguna herramienta para emergencias ni cebolla que me oxigene. La cebolla quedó en la estación de servicio, yo me fui a Iruya.

Primera parte, asfaltada

El límite entre el viaje y la aventura

Los primeros 20 kilómetros fueron la ruta al norte hacia Bolivia, siempre con una leve subida. La Quebrada con sus colores quedó atrás. A pesar de la experiencia del día anterior, no dejaba de asombrarme viajar a tan poca velocidad debido a la falta de oxígeno para alimentar el motorsito que llevaba rugiendo entre las piernas. Con calma avanzaba hacia el norte atravesando páramos de sierras onduladas, ríos secos y muy poca vegetación bajo un cielo puramente azul. Por fin, el esperado cartel: "Iruya 54km". Un caminito de tierra en pésimo estado, lleno de piedras, serruchos y vados, todo todo para arriba, perdido en los cielos argentos, fue en ese momento todo para mí en mi vida. Obviamente, no habían rastros de civilización: la pura puna. Eso fue lo mejor, comenzaba la aventura. Avanzaba como podía entre tanta piedra, hasta que me fui acostumbrando, claro. Llegué a Iturbe después de 7km taladrando, el único pueblo que cruzaría en toda la travesía.

Camino en pésimo estado... Cuando vi esto pensé: ayayay la que me espera...

Iturbe
Iturbe es un pueblo viejo, una antigua estación de tren que como tantas triste e injustamente dejó de funcionar, rodeada de un barrio de puna. La primera impresión fue soledad, vi sólo tres personas mientras atravesé el pueblo de punta a punta. Tiene una gran plaza, con cactus gordos en vez de árboles, calles de tierra y casas marrones por el adobe o el polvo. Transité esas calles de otro siglo sintiéndome un astronauta. Saliendo del pueblo salió a mi encuentro el primer vado. No solamente el primero del camino, sino de mi vida, es como cruzar un arroyo caudaloso pero de poca profundidad, haciendo equilibrio sobre piedras movedizas y resbalosas. Frené y lo miré un rato, escrutando el mejor lugar para pasar, hasta que cuando finalmente lo pasé fue una boludez.

Vacilando ante mi primer vado

Desde ahí, el camino no paró de subir. Fueron 20km de subida eterna por aquellas alturas. Muy cada tanto cruzaba alguna casa, o ruina de alguna casa, (2 ó 3 en total) pensando con asombro cuán distinta sería esa forma de vivir. Crucé un cementerio también, ¡qué buen lugar para volver a ser un polvo! Frené en un momento con intenciones de almorzar, pero me fue imposible. No existía la sombra, y después de 5 minutos sentado el sol me asó. Era la peor hora, había que seguir. Me llamó mucho la atención durante esa breve parada la inmensa magnitud del silencio que explotó en mis oídos y en mi mente. Me quedé estático, clavado en aquellas alturas liberado del tiempo.

Perdido en la Puna
Siempre parriba

Las subidas se fueron poniendo cada vez más ásperas formando interminables zig zag donde iba en segunda o tercera, ¡¡y las curvas en primera!! A pesar de la falta de aire y la dificultad del terreno la Morocha se la re bancó, ¡bravo por ella! Yo masqué hojas de coca todo el camino para mitigar el mal de altura (fatiga, dolor de cabeza, malestar general). Ya cuando iba bien alto, después de una curva una manada de vicuñas me sorprendió cruzando el camino como escapadas de un manicomio. Aunque más loco estaba yo, que era el que no estaba adaptado a esos ambientes extremos y me había mandado en una moto de paseo.
En una parada a regar vi a lo lejos un pico con una mancha rojiza, la primera montaña verdadera entre tantas ondulaciones, y tuve tanta suerte que el camino siguió hacia él. A sus pies, llegué finalmente al Abra del Cóndor, el límite entre Jujuy y Salta, el paso de montaña a 4000 metros de altura sobre el nivel del mar que desde hacía un mes me desafiaba. ¡No lo podía creer, había llegado!

La montaña roja, a lo lejos, ya cerca del abra

Con La Morocha en el techo de Argentina

Abra del Cóndor, límite este entre Salta y Jujuy

A los pies del pico rojo

A mis espaldas, la Puna. A mi lado, el pico de una belleza incomparable, con un rojo intenso contrastando contra el azul profundo de ese cielo, y por delante, la bienvenida de un valle de proporciones inimaginables sarpullido de montañas hasta el horizonte. De ahí en más, tenía 20km de cornisas en bajada lleno de piedras sueltas, lo más jodido en realidad recién empezaba.

Se vienen las cornisas...

Pero lo hice de taquito. Con mucho cuidado por supuesto, siempre el cambio frenando y las curvas (porque era otro zig zag hacia abajo) bien despacio. Las vistas que tuve desde ese camino fueron liberadoras. El alma se me escapaba del pecho y se tiraba rodando por los barrancos. El recuerdo de las Yungas bolivianas que llevo tatuado en el cuore, había resucitado. Se me acaban de acabar las palabras, montonsitos de ruiditos e ideas comparativas, para explicar lo que viví en esa bajada. Nada mejor que las imágenes para acercarnos a esa tarde.


Volando vengo, volando voy

Al borde...

Este caserío que antes se veía muy abajo, terminará muy arriba




Varias veces pasé cerca del borde sabiendo que si me iba me mataba, pero en ningún momento sentí vértigo, disfruté del camino de principio a fin. Paré para almorzar y dejar un recuerdo perecedero pero imborrable, para sacar fotos, o simplemente para mirar. Las vistas que me regaló este camino tan temido me hicieron sentir rico. Después de mucho bajar (1200 metros de altura más abajo), después de seis horas de temblar sobre serruchos, después de un vado correntoso y mucho más ancho que el primero, después de la curva número quichicientas, explotó frente a mí Iruya rodeada de cerros de colores, iluminada por la magia del atardecer.



CONTINUARA...

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