Hicimos base en San Marcos Sierras, un lugar para quedarse.
Pero mi culo inquieto, sumado a la pasión de La Morocha por salir a correr a la
ruta, me llevó a abrir el mapa al 3º día en dicha localidad. Descubrí unas
salinas inmensas al noroeste de la provincia compartidas con Catamarca y La
Rioja, un lugar ideal para ir a hacer fotos, así que preparé el trípode, los equipos de lluvia y salimos.
No quedaban muy cerca, teníamos horas de ruta por delante.
Las montañas paulatinamente quedaron atrás, el paisaje se transformó en montes
extensísimos de matorrales y desolación bajo el sol abrasador, internándonos en
una ruta solitaria y en mal estado. Cuando llegamos a Deán Funes la historia
cambió, porque agarramos la ruta que une Córdoba Capital con San Fernando del
Valle de Catamarca. Almorzamos y seguimos (la primer comida completa y
elaborada en dos días y medio, ya que nos habíamos adaptado siquiera
parcialmente a esto de “vivir de luz”).
Yo había visto en el mapa un pueblo llamado San José de Las
Salinas, a unos 3km de la ruta y que aparentaba estar a la vera del salar, pero
no fue así. Cuando al fin llegamos, San José era un pueblo donde el tiempo no
transcurría, aislado del mundo moderno no había un alma en las calles insoladas.
Vimos dos paisanos sentados bajo un árbol, y les pregunté por el camino hacia
el salar. Uno de ellos me indicó con acento bajito por dónde seguir, pero el
otro acotó mostrando la encía superior limpita:
- Mire que ayer llovió, no creo que pueda pasar,
cualquier cosa pega la vuelta…
Al llegar a una tranquera, se transformó abruptamente en un
camino de tierra angosto. Eso no fue nada, la historia comenzó al encontrar,
unos 500m más adelante, el primer barrial. Paré la moto y consulté con mi compañera,
quien con valentía me instó a seguir adelante. Después de interminables minutos
sin animarme a hacer nada, puse 1ª y me adentré en el barro obviamente
caminando al mismo tiempo con las piernas para mantener la estabilidad,
esperando que realmente mis zapatillas fueran impermeables como decían, ya que
las hundía. No duramos mucho, apenas un par de metros y nos caímos. Cuando una
moto patina, invariablemente se va al suelo, no hay tu tía. Ibamos despacio
claro está, pero igual ella se rayó la pierna con el portaalforjas.
Levantamos la moto entre los dos y le dije que
espere ahí. Volví a arrancar y me interné en el lodazal controlando con las
piernas y el culo los coletazos de la Morocha abriéndose paso por el camino más
difícil que le tocó hacer en estos casi tres años de caravana, después de
recorrer exitosamente pampas, esteros, playas, selvas, montañas, vados, punas y
cordilleras. Una vez atravesado el lodazal, apagué la moto y volví caminando
(mejor dicho chapoteando) a buscarla a mi compañera, la cargué a cocochito (ya que sus
zapatillas no eran impermeables) y la crucé despacito, ya que con tanto peso me
hundía hasta los tobillos.
De vuelta sobre el lomo de la Morocha, seguimos como siempre
hacia adelante. ¡La Morocha no conoce todavía un camino en el que haya tenido
que haber volteado para regresar! Hacia adelante el camino se veía angosto, asfixiado
por espinillos hasta el horizonte. Del salar ni noticias. De rastros de
civilización, ni el más mínimo. El sol estaba fuerte, los celulares sin señal. Le pregunté a mi compañera:
-
¿Seguro que querés seguir?
-
Claro – respondió con seguridad.
-
¡Listoooo!
¡Qué difícil! |
Para esto la Morocha estaba embarrada hasta las repelotas,
la dirección, los frenos, la cadena, mal, toooodo lleeeeno de barro, pero
corría contenta y con valor. Seguí por las partes de tierra seca y más despacio
obviamente, pero para mi desconsuelo un kilómetro más adelante me encontré con
un segundo lodazal, peor que el anterior. Partes del mismo ya estaban cubiertas
de agua, por lo que con suerte encontré la manera de pasarlo por el costado
adentrándome peligrosamente entre las espinas, agachado detrás del parabrisas para
cubrirme de las mismas. Pasé. Mi compañera también se abrió paso caminando entre las espinas
siguiendo mi huella, y seguimos avanzando tenazmente hacia el próximo lodazal.
El peor, ya que estaba cubierto en algunas partes directamente por agua lodosa sobre
el barro y no había forma de pasarlo por el costado como el anterior. No me
quedó otra que pasarlo por el medio, y lo pasé. ¡Bien por Salomón, ya que a
pesar de todo mis pies no se mojaron! Cruzarla a mi compa por ahí fue bien
difícil, tratando de no caernos mientras la llevaba a upa, metiéndome de lleno
en ese terreno anegado, cagándonos de risa juntos, perdidos en la inmensidad de
esos parajes como dos puntitos aventureros.
Lucha en el barro |
Cada tanto pasábamos alguna casa perdida a la vera de ese
camino olvidado, preguntándonos cómo y de qué vivían, si vivían… Así pasaron
10km. Internamente me comencé a preguntar ya con cierta incertidumbre y
nerviosismo si alguna vez encontraríamos el salar o seguiríamos para siempre
por ese camino del carajo. No podía ser que aún no hubiéramos llegado, si en el
mapa se veía realmente INMENSO y estaba al lado del pueblo. Quiso mi suerte que
en ese momento nos crucemos con un hombre a caballo, ¡qué alegría!
Nos indicó que por el camino aún faltaba bastante para
llegar, pero que si en la próxima casa que viéramos doblábamos hacia la
derecha, íbamos a llegar más rápido. La casa resultó estar en ruinas, aunque
parecía que alguien debía de vivir por ciertos indicios dudosos. La bordeamos y
doblamos a la derecha no ya por un camino, sino entre los arbustos por las
partes de tierra. Estos fueron menguando paulatinamente hasta que al fin,
frente a nosotros, apareció.
La Morocha detenida en el tiempo |
Nunca olvidaré la sensación de ese momento, algo tan intenso
que verdaderamente ocurrió sobre este mundo y que se encuentra guardado
solamente en forma de quién sabe qué dentro de dos cerebritos. De no haber sido
educado en el siglo XX con esto de que la tierra es redonda, hubiera tenido la
plena certeza de que habíamos llegado al fin del mundo. El suelo era arcilla
mezclada con sal y se veían por doquier restos esparcidos de vías y zorras
totalmente oxidadas y carcomidas por la extrema salinidad del ambiente. Esto
era la orilla, 200m más adelante comenzaba el principio del fin, el salar
extendiéndose hasta la eternidad del espacio y del tiempo. Como había llovido
estaba inundado, pero se notaba que su profundidad era de apenas unos
centímetros y se podía caminar sobre las aguas hasta el más allá.
El atardecer fue
único, cuando el sol tocó el horizonte ya estábamos listos para la vuelta, la
claridad duraría una hora más antes de la oscuridad total. Encaré el regreso
con seriedad sabiendo que no sería fácil, haciendo foco en llegar al asfalto antes
de la caída del telón de la noche (ya no importaba llegar a San Marcos, a
nuestra carpa y nuestras cosas, era tarde para eso, un imposible en el cual no
valía la pena pensar, volver al asfalto era lo único importante). Cuando puse
la moto en marcha y le dimos la espalda al salar descubrimos con sorpresa que por
delante todo era arbustos iguales desperdigados, no había un camino, pero seguí
mi huella como ET los caramelos y volvimos a encontrar la ruta de regreso.
Si bien me quedó la impresión de que la vuelta fue más
fácil/corta que la ida, tuve una dificultad que antes no había tenido. Intenté
pasar uno de los barriales por el costado del camino que estaba en pendiente
porque me pareció que ahí estaba seco, pero me equivoqué, era manteca. La Moro
comenzó a patinar hacia abajo, y cada vez que intentaba salir, me hundía cada
vez más y me iba más hacia abajo, hacia lo que sería la banquina lo cual no era
otra cosa que un pozo de barro pegado a los espinillos. Apagué la moto y le
pedí a mi compa que se acerque a ayudarme. Tenía que regresar la Moro al centro
del camino. Empujarla era imposible, ya que tanto ella como mis pies se hundían
y patinaban, así que mientras ella la sostenía para que no se cayera, yo iba
alternando entre la parte trasera y la delantera, levantándola con todas mis
fuerzas mientras mis pies luchaban con el barro, y acercándola de a centímetros
hacia la parte alta del camino. En esos momentos en que el motor estaba apagado
y éramos nosotros y el todo, se escuchaban unas sinfonías que nunca antes había
escuchado, quién sabe qué bichos serían los que coreaban la llegada del
anochecer.
Tulumba, testigo de otras épocas |
Ruinas de la 1ª iglesia, de fines del 1600 |
Lógicamente estábamos muy cansados. Después de una ducha mi compa se desmayó en la cama, pero siendo una noche de luna, caché el trípode y salí a
disfrutarla hasta que mis rodillas se dieron finalmente por vencidas, ya
entrada la madrugada.
Vaquitas psicodélicas con insomnio |
Cielo tulumbano |
Continuará...
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