miércoles, 20 de febrero de 2013

Córdoba parte III


Hicimos base en San Marcos Sierras, un lugar para quedarse. Pero mi culo inquieto, sumado a la pasión de La Morocha por salir a correr a la ruta, me llevó a abrir el mapa al 3º día en dicha localidad. Descubrí unas salinas inmensas al noroeste de la provincia compartidas con Catamarca y La Rioja, un lugar ideal para ir a hacer fotos, así que preparé el trípode, los equipos de lluvia y salimos.
No quedaban muy cerca, teníamos horas de ruta por delante. Las montañas paulatinamente quedaron atrás, el paisaje se transformó en montes extensísimos de matorrales y desolación bajo el sol abrasador, internándonos en una ruta solitaria y en mal estado. Cuando llegamos a Deán Funes la historia cambió, porque agarramos la ruta que une Córdoba Capital con San Fernando del Valle de Catamarca. Almorzamos y seguimos (la primer comida completa y elaborada en dos días y medio, ya que nos habíamos adaptado siquiera parcialmente a esto de “vivir de luz”).
Yo había visto en el mapa un pueblo llamado San José de Las Salinas, a unos 3km de la ruta y que aparentaba estar a la vera del salar, pero no fue así. Cuando al fin llegamos, San José era un pueblo donde el tiempo no transcurría, aislado del mundo moderno no había un alma en las calles insoladas. Vimos dos paisanos sentados bajo un árbol, y les pregunté por el camino hacia el salar. Uno de ellos me indicó con acento bajito por dónde seguir, pero el otro acotó mostrando la encía superior limpita:
- Mire que ayer llovió, no creo que pueda pasar, cualquier cosa pega la vuelta…
Y bueno, vemos… Encontramos el camino y arrancamos, era un camino de ripio bien consolidado entre arbustos y matorrales plagados de espinas hasta el horizonte, venía en 5ª cómodo. En esos momentos tan particulares en que la imaginación se enaltece ante la proximidad del destino luego de horas de ruta callándole la boca al cansancio, cometí un error. Dije: “es el mejor camino de ripio que hicimos hasta ahora.” ¡¡Ay, para qué hablé!!
Al llegar a una tranquera, se transformó abruptamente en un camino de tierra angosto. Eso no fue nada, la historia comenzó al encontrar, unos 500m más adelante, el primer barrial. Paré la moto y consulté con mi compañera, quien con valentía me instó a seguir adelante. Después de interminables minutos sin animarme a hacer nada, puse 1ª y me adentré en el barro obviamente caminando al mismo tiempo con las piernas para mantener la estabilidad, esperando que realmente mis zapatillas fueran impermeables como decían, ya que las hundía. No duramos mucho, apenas un par de metros y nos caímos. Cuando una moto patina, invariablemente se va al suelo, no hay tu tía. Ibamos despacio claro está, pero igual ella se rayó la pierna con el portaalforjas.
Levantamos la moto entre los dos y le dije que espere ahí. Volví a arrancar y me interné en el lodazal controlando con las piernas y el culo los coletazos de la Morocha abriéndose paso por el camino más difícil que le tocó hacer en estos casi tres años de caravana, después de recorrer exitosamente pampas, esteros, playas, selvas, montañas, vados, punas y cordilleras. Una vez atravesado el lodazal, apagué la moto y volví caminando (mejor dicho chapoteando) a buscarla a mi compañera, la cargué a cocochito (ya que sus zapatillas no eran impermeables) y la crucé despacito, ya que con tanto peso me hundía hasta los tobillos.
De vuelta sobre el lomo de la Morocha, seguimos como siempre hacia adelante. ¡La Morocha no conoce todavía un camino en el que haya tenido que haber volteado para regresar! Hacia adelante el camino se veía angosto, asfixiado por espinillos hasta el horizonte. Del salar ni noticias. De rastros de civilización, ni el más mínimo. El sol estaba fuerte, los celulares sin señal.  Le pregunté a mi compañera:
-          ¿Seguro que querés seguir?
-          Claro – respondió con seguridad.
-          ¡Listoooo!

¡Qué difícil!
Para esto la Morocha estaba embarrada hasta las repelotas, la dirección, los frenos, la cadena, mal, toooodo lleeeeno de barro, pero corría contenta y con valor. Seguí por las partes de tierra seca y más despacio obviamente, pero para mi desconsuelo un kilómetro más adelante me encontré con un segundo lodazal, peor que el anterior. Partes del mismo ya estaban cubiertas de agua, por lo que con suerte encontré la manera de pasarlo por el costado adentrándome peligrosamente entre las espinas, agachado detrás del parabrisas para cubrirme de las mismas. Pasé. Mi compañera también se abrió paso caminando entre las espinas siguiendo mi huella, y seguimos avanzando tenazmente hacia el próximo lodazal. El peor, ya que estaba cubierto en algunas partes directamente por agua lodosa sobre el barro y no había forma de pasarlo por el costado como el anterior. No me quedó otra que pasarlo por el medio, y lo pasé. ¡Bien por Salomón, ya que a pesar de todo mis pies no se mojaron! Cruzarla a mi compa por ahí fue bien difícil, tratando de no caernos mientras la llevaba a upa, metiéndome de lleno en ese terreno anegado, cagándonos de risa juntos, perdidos en la inmensidad de esos parajes como dos puntitos aventureros.

Lucha en el barro
Cada tanto pasábamos alguna casa perdida a la vera de ese camino olvidado, preguntándonos cómo y de qué vivían, si vivían… Así pasaron 10km. Internamente me comencé a preguntar ya con cierta incertidumbre y nerviosismo si alguna vez encontraríamos el salar o seguiríamos para siempre por ese camino del carajo. No podía ser que aún no hubiéramos llegado, si en el mapa se veía realmente INMENSO y estaba al lado del pueblo. Quiso mi suerte que en ese momento nos crucemos con un hombre a caballo, ¡qué alegría!
Nos indicó que por el camino aún faltaba bastante para llegar, pero que si en la próxima casa que viéramos doblábamos hacia la derecha, íbamos a llegar más rápido. La casa resultó estar en ruinas, aunque parecía que alguien debía de vivir por ciertos indicios dudosos. La bordeamos y doblamos a la derecha no ya por un camino, sino entre los arbustos por las partes de tierra. Estos fueron menguando paulatinamente hasta que al fin, frente a nosotros, apareció.

La Morocha detenida en el tiempo
Nunca olvidaré la sensación de ese momento, algo tan intenso que verdaderamente ocurrió sobre este mundo y que se encuentra guardado solamente en forma de quién sabe qué dentro de dos cerebritos. De no haber sido educado en el siglo XX con esto de que la tierra es redonda, hubiera tenido la plena certeza de que habíamos llegado al fin del mundo. El suelo era arcilla mezclada con sal y se veían por doquier restos esparcidos de vías y zorras totalmente oxidadas y carcomidas por la extrema salinidad del ambiente. Esto era la orilla, 200m más adelante comenzaba el principio del fin, el salar extendiéndose hasta la eternidad del espacio y del tiempo. Como había llovido estaba inundado, pero se notaba que su profundidad era de apenas unos centímetros y se podía caminar sobre las aguas hasta el más allá.
El atardecer fue único, cuando el sol tocó el horizonte ya estábamos listos para la vuelta, la claridad duraría una hora más antes de la oscuridad total. Encaré el regreso con seriedad sabiendo que no sería fácil, haciendo foco en llegar al asfalto antes de la caída del telón de la noche (ya no importaba llegar a San Marcos, a nuestra carpa y nuestras cosas, era tarde para eso, un imposible en el cual no valía la pena pensar, volver al asfalto era lo único importante). Cuando puse la moto en marcha y le dimos la espalda al salar descubrimos con sorpresa que por delante todo era arbustos iguales desperdigados, no había un camino, pero seguí mi huella como ET los caramelos y volvimos a encontrar la ruta de regreso.
Si bien me quedó la impresión de que la vuelta fue más fácil/corta que la ida, tuve una dificultad que antes no había tenido. Intenté pasar uno de los barriales por el costado del camino que estaba en pendiente porque me pareció que ahí estaba seco, pero me equivoqué, era manteca. La Moro comenzó a patinar hacia abajo, y cada vez que intentaba salir, me hundía cada vez más y me iba más hacia abajo, hacia lo que sería la banquina lo cual no era otra cosa que un pozo de barro pegado a los espinillos. Apagué la moto y le pedí a mi compa que se acerque a ayudarme. Tenía que regresar la Moro al centro del camino. Empujarla era imposible, ya que tanto ella como mis pies se hundían y patinaban, así que mientras ella la sostenía para que no se cayera, yo iba alternando entre la parte trasera y la delantera, levantándola con todas mis fuerzas mientras mis pies luchaban con el barro, y acercándola de a centímetros hacia la parte alta del camino. En esos momentos en que el motor estaba apagado y éramos nosotros y el todo, se escuchaban unas sinfonías que nunca antes había escuchado, quién sabe qué bichos serían los que coreaban la llegada del anochecer.
Cuando llegamos a la ruta ya estaba totalmente oscuro, lo cual significó que lamentablemente las dificultades aún no habían terminado. Viajar en moto por la ruta de noche es una mierda, muy peligroso, ya que corría el riesgo de que los autos que vienen atrás no me vieran. Encima manejaba más despacio porque tenía que ir bien atento al asfalto caso que haya un pozo o cualquier irregularidad que nos lleve a matarnos, o sea que TODOS los vehículos me pasaban. Para colmo, siendo una ruta interprovincial estaba plagada de camiones, los cuales me pasaban finísimo (dado que yo viajaba a 60km/h) y me sacudían. Dependiendo de la dirección del viento del momento, podía hasta llegar a sentir la cachetada de una mano gigante en la masa que conformábamos sólidamente los tres. Cuando veía venir uno por el espejito, encándilándome con sus ojos de monstruo, daba un julepe…
Finalmente llegamos a Deán Funes, donde entramos a tomar un feca en la estación como dos fantasmas. La gente nos miraba raro, así embarrados hasta el alma como estábamos, pero felices de haber sobrevivido al camino más difícil, de haber llegado hasta el fin del mundo y haber vuelto para contarla. Abrimos el mapa: obviamente no íbamos a volver a San Marcos Sierras esa noche, los 70km que nos separaban de Cruz del Eje eran por una ruta sin señalización y en mal estado en medio de la nada. En un principio pensé en la posibilidad de pasar la noche en esa pequeña ciudad y seguir viaje al día siguiente no de regreso, sino en dirección opuesta cruzando la cadena de cerros y luego subir por la ruta que va a Santiago del Estero hasta Cerro Colorado, del cual mucha gente me dijo era una hermosura y estaba la casa de Atahualpa Yupanqui funcionando de museo, pero luego se me ocurrió algo mejor. Haciendo uso de mi habilidad para encontrar buenos lugares, propuse pasar la noche en “Villa Tulumba”, un pueblo arriba en la montaña, a 22km de donde estábamos que aparecía en el mapa. Si bien sabía que era con curvas, subidas y bajadas, no habrían camiones, era cerca y quedaba en la dirección de Cerro Colorado. ¡Qué buena idea fue! En la ruta no había nadie, así que nos internamos en un hermoso camino de montaña iluminados por una luna casi llena que acababa de salir por entre los cerros, fue mágico.

Tulumba, testigo de otras épocas
 Grande fue nuestra sorpresa cuando llegamos a Tulumba. Resultó ser un pueblo muy antiguo y de estilo colonial, ya que por el mismo pasaba el “Camino Real” que unía Buenos Aires con el Alto Perú, por lo tanto encontramos casas y solares del siglo XVII y XVIII con paredes de un metro de espesor. La iglesia, las calles, todo era sorprendente, hasta la hostería donde nos hospedamos, que databa del 1905.

Ruinas de la 1ª iglesia, de fines del 1600
Lógicamente estábamos muy cansados. Después de una ducha mi compa se desmayó en la cama, pero siendo una noche de luna, caché el trípode y salí a disfrutarla hasta que mis rodillas se dieron finalmente por vencidas, ya entrada la madrugada.

Vaquitas psicodélicas con insomnio

Cielo tulumbano
Continuará...

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